La culpa no era suya, lo reconocía, no le
guardaba rencor. Se lo explicó antes de hacerlo. Sería manía, superstición, o el peculiar y evocador aroma de su marca de te favorita, Surbih Tong. Pero jamás era capaz de descuartizar a nadie y disfrutarlo si no había merendado antes.
Recordando el Surbitón
Textos
viernes, noviembre 30, 2007
jueves, octubre 11, 2007
Curriculum
La semana pasada tenía una nueva entrevista de trabajo. Con eso de que trabajo por dinero, continuamente me ofrezco al mejor postor, y he llegado a ser un experto en entrevistas laborales. Algo de seguridad, un poco de simpatía, imaginación para saber que querrán oir. Y si el dinero es suficiente, a menudo es puesto es mío.
En este caso la empresa era tremendamente interesante. Por oídas sabía que pagaban bien. Por tanto recurrí a los detalles tipo extra. Camisa recién planchada, afeitado del día, un leve toque de colonia. Y llegar quince minutos antes. Más tiempo demuestra impaciencia, menos, imprevisión. Quince es el tiempo justo para que adviertan en recepción que he llegado causando buena impresión. Así que llegué al edificio donde se realizaría la entrevista, llamé al ascensor y justo cuando ya se cerraban las puertas, se volvieron a abrir. Un tipo grueso y algo sudoroso entró con prisa. Miró la planta que yo había marcado, la nueve, y se dio por satisfecho. 'Quizás un futuro compañero', pensé. Quince segundos después, a la altura del 5º piso, el ascensor se paró y nos quedamos sin luz. Parecía un apagón.
-¿Qué coño ha hecho? -me preguntó el tipo
-¿Perdone?
-¡Póngalo en marcha!
-Caballero, esto no es cosa mía, ¿como quiere que apague un ascensor? Parece una avería eléctrica.
-Puta mierda.
Empezaba a acostumbrar la vista a la penumbra, y pude ver que tocaba insistentemente el botón de alarma, aparentemente sin resultado.
-Bueno. Habrá que esperar. ¿tiene algo de beber?
-Me temo que no.
-Cojonudo. Mi nombre es Héctor. Héctor Otero.
-Daniel Duran
-No vaya a chillar, ¿eh? No soporto a la gente que chilla.
-¿Por qué iba yo a chillar?
-Por su claustrofobia. Nada de chillar y abrazarse, no soporto el contacto humano.
-No se preocupe, no tengo claustrofobia
-Ya.
El tono era un poco irritante. Para no conocerme de nada, era demasiado. Intenté ignorarle. Cogí el móvil, y con la luz que daba traté de leer el número de asistencia del ascensor. El hecho de que Héctor no se moviera un centímetro de su puesto junto la puerta, no lo hizo fácil. Pero no dije nada. En cualquier caso, descubrí que no tenía cobertura.
-¿Tardarán mucho en arreglarlo? -preguntó.
-No lo se... Imagino que no.
-Yo esperaré sentado. Es lo mejor.
Lo hizo en el suelo, ocupando aun más sitio del ascensor. Me pegué literalmente contra la pared.
-Esto es como la celda de castigo. ¿Ha estado en la cárcel?
-No.
-Yo si. ¿A que ha venido?
-Una entrevista de trabajo
-¿Ah! ¿Usted es el pavo? ¿El que vengo a entrevistar?
-Puede ser. Para el puesto de Analista funcional.
-Bien. Tome asiento.
-¿Cómo?
-Vamos a ver. No me dirá que el hecho de estar aquí le impide realizar la entrevista, ¿no? Yo tengo mucho trabajo. Se la hago aquí y ganamos tiempo
-Como quiera.
Intenté sentarme en alguna postura no demasiado incómoda. Quizás todo esto no fuera más que una agresiva estrategia de recursos humanos para desubicarte y tratar de conocerte mejor bajo presión. Habría que abstraerse.
-Bueno, cuénteme. Experiencia profesional previa, ¿tiene?
-Si, como dice mi curriculum, llevo ya diez años en puestos similares.
-Su curriculum. Yo me cago en su curriculum. Quiero que me hable, que me cuente. No quiero escuchar las mentiras que se escriben 'responsable de...' cuando estoy seguro que solo pasaba por ahí. Solo hay que verle, histérico por verse encerrado en un ascensor con un tipo. ¿es usted gay?
-La verdad es que no.
-Ah, entonces es homófobo, preferiría estar aquí encerrado con una guarra rubia con minifalda, ¿eh? Y no con un tipo como yo. Ya veo.
-Perdone, pero creo que se confunde. Y no me parece que esté hablando con la corrección adecuada.
-Entonces, ¿no quiere el trabajo?
-Una cosa es el trabajo, y otra cosa es el respeto.
-Bien. Respuesta correcta. Me gusta usted, David.
-Daniel.
Me miró con furia.
-¿Qué mas da? ¿Por qué le echaron de su trabajo?
-¿Perdone?
-Su ex-trabajo. Usted está en paro, le echaron, ¿que hizo?
-Creo que se confunde de aspirante. Yo estoy trabajando actualmente en otra empresa. Nunca me han despedido.
-¿Seguro? Me enteraré si es mentira. Así que usted está defraudando a su empresa, viniendo aquí. Bien. Déme un motivo para contratarle.
-Porque pienso que haré bien el trabajo y aportaré a la empresa un gran conocimiento de...
-¡UNA MIERDA! Déjese de historietas. Si quisiera escuchar eso, estaríamos arriba, en mi despacho. Demuéstreme que de verdad merece la pena pagar algo por tenerle.
No sabía que hacer. Mis estrategias eran inútiles ahí. Me cabreé
-Usted apesta a sudor y le sobran 30 kilos. La corbata que lleva es horrible y no hace juego con ninguna prenda visible que lleva. Y le falta un botón de la chaqueta. Me fijo en los detalles. Soy analista.
Sonrió con cara lobuna. En ese momento se encendió el ascensor.
-Bien, David. Está usted contratado. Vamos arriba.
Volvió a pulsar el botón del nueve y subimos en silencio. Esta vez había sido difícil. Entramos en la oficina, y mientras se quitaba la corbata y se la guardaba en el bolsillo, nos dirigimos a la recepción. Le habló a la chica que estaba ahí.
-Hola. Soy Héctor Otero. Me están esperando, tengo una entrevista de trabajo para el puesto de analista.
-Si señor. Pase.
Y me sonrió con fiereza
(lógicamente, dedicado a Hector)
En este caso la empresa era tremendamente interesante. Por oídas sabía que pagaban bien. Por tanto recurrí a los detalles tipo extra. Camisa recién planchada, afeitado del día, un leve toque de colonia. Y llegar quince minutos antes. Más tiempo demuestra impaciencia, menos, imprevisión. Quince es el tiempo justo para que adviertan en recepción que he llegado causando buena impresión. Así que llegué al edificio donde se realizaría la entrevista, llamé al ascensor y justo cuando ya se cerraban las puertas, se volvieron a abrir. Un tipo grueso y algo sudoroso entró con prisa. Miró la planta que yo había marcado, la nueve, y se dio por satisfecho. 'Quizás un futuro compañero', pensé. Quince segundos después, a la altura del 5º piso, el ascensor se paró y nos quedamos sin luz. Parecía un apagón.
-¿Qué coño ha hecho? -me preguntó el tipo
-¿Perdone?
-¡Póngalo en marcha!
-Caballero, esto no es cosa mía, ¿como quiere que apague un ascensor? Parece una avería eléctrica.
-Puta mierda.
Empezaba a acostumbrar la vista a la penumbra, y pude ver que tocaba insistentemente el botón de alarma, aparentemente sin resultado.
-Bueno. Habrá que esperar. ¿tiene algo de beber?
-Me temo que no.
-Cojonudo. Mi nombre es Héctor. Héctor Otero.
-Daniel Duran
-No vaya a chillar, ¿eh? No soporto a la gente que chilla.
-¿Por qué iba yo a chillar?
-Por su claustrofobia. Nada de chillar y abrazarse, no soporto el contacto humano.
-No se preocupe, no tengo claustrofobia
-Ya.
El tono era un poco irritante. Para no conocerme de nada, era demasiado. Intenté ignorarle. Cogí el móvil, y con la luz que daba traté de leer el número de asistencia del ascensor. El hecho de que Héctor no se moviera un centímetro de su puesto junto la puerta, no lo hizo fácil. Pero no dije nada. En cualquier caso, descubrí que no tenía cobertura.
-¿Tardarán mucho en arreglarlo? -preguntó.
-No lo se... Imagino que no.
-Yo esperaré sentado. Es lo mejor.
Lo hizo en el suelo, ocupando aun más sitio del ascensor. Me pegué literalmente contra la pared.
-Esto es como la celda de castigo. ¿Ha estado en la cárcel?
-No.
-Yo si. ¿A que ha venido?
-Una entrevista de trabajo
-¿Ah! ¿Usted es el pavo? ¿El que vengo a entrevistar?
-Puede ser. Para el puesto de Analista funcional.
-Bien. Tome asiento.
-¿Cómo?
-Vamos a ver. No me dirá que el hecho de estar aquí le impide realizar la entrevista, ¿no? Yo tengo mucho trabajo. Se la hago aquí y ganamos tiempo
-Como quiera.
Intenté sentarme en alguna postura no demasiado incómoda. Quizás todo esto no fuera más que una agresiva estrategia de recursos humanos para desubicarte y tratar de conocerte mejor bajo presión. Habría que abstraerse.
-Bueno, cuénteme. Experiencia profesional previa, ¿tiene?
-Si, como dice mi curriculum, llevo ya diez años en puestos similares.
-Su curriculum. Yo me cago en su curriculum. Quiero que me hable, que me cuente. No quiero escuchar las mentiras que se escriben 'responsable de...' cuando estoy seguro que solo pasaba por ahí. Solo hay que verle, histérico por verse encerrado en un ascensor con un tipo. ¿es usted gay?
-La verdad es que no.
-Ah, entonces es homófobo, preferiría estar aquí encerrado con una guarra rubia con minifalda, ¿eh? Y no con un tipo como yo. Ya veo.
-Perdone, pero creo que se confunde. Y no me parece que esté hablando con la corrección adecuada.
-Entonces, ¿no quiere el trabajo?
-Una cosa es el trabajo, y otra cosa es el respeto.
-Bien. Respuesta correcta. Me gusta usted, David.
-Daniel.
Me miró con furia.
-¿Qué mas da? ¿Por qué le echaron de su trabajo?
-¿Perdone?
-Su ex-trabajo. Usted está en paro, le echaron, ¿que hizo?
-Creo que se confunde de aspirante. Yo estoy trabajando actualmente en otra empresa. Nunca me han despedido.
-¿Seguro? Me enteraré si es mentira. Así que usted está defraudando a su empresa, viniendo aquí. Bien. Déme un motivo para contratarle.
-Porque pienso que haré bien el trabajo y aportaré a la empresa un gran conocimiento de...
-¡UNA MIERDA! Déjese de historietas. Si quisiera escuchar eso, estaríamos arriba, en mi despacho. Demuéstreme que de verdad merece la pena pagar algo por tenerle.
No sabía que hacer. Mis estrategias eran inútiles ahí. Me cabreé
-Usted apesta a sudor y le sobran 30 kilos. La corbata que lleva es horrible y no hace juego con ninguna prenda visible que lleva. Y le falta un botón de la chaqueta. Me fijo en los detalles. Soy analista.
Sonrió con cara lobuna. En ese momento se encendió el ascensor.
-Bien, David. Está usted contratado. Vamos arriba.
Volvió a pulsar el botón del nueve y subimos en silencio. Esta vez había sido difícil. Entramos en la oficina, y mientras se quitaba la corbata y se la guardaba en el bolsillo, nos dirigimos a la recepción. Le habló a la chica que estaba ahí.
-Hola. Soy Héctor Otero. Me están esperando, tengo una entrevista de trabajo para el puesto de analista.
-Si señor. Pase.
Y me sonrió con fiereza
(lógicamente, dedicado a Hector)
lunes, septiembre 10, 2007
El Pinar
Aparecieron frente a mi donde no debían estar. Sin un sentido lógico, sin un aviso, y con un evidente desprecio por el tiempo, la cronología. ¿Cómo iban a estar ahí? ¿Cómo podían ser tan viejas entonces? Ni por supuesto tenían mucho sentido mi preocupación, diréis. Puede ser, claro. Pero si me explico con más cuidado a lo mejor lo veis como lo vi yo. Llevaría una semana aproximadamente en ese lugar. Suelo ir al menos una vez al año, pero esa pequeña sierra, esos pinares no me eran tan conocidos. Fue una tarde de aburrimiento, calor y nubes rasgadas lo que me llevó a subir hacia la torre, la cual no visitaba desde que era un niño. Recordaba brumosamente ese día. Subimos desde la carretera, pues fuimos en coche hasta allí. Luego comenzamos a seguir un senderito y atravesamos un cortafuego pasando sobre un tronco caído. Se me hacía difícil pasar por algunos sitios, y me sorprendí bastante cuando al levantar la vista hallé la torre junto a mi. Poco más recuerdo de entonces. Recuerdo, eso si, que llevaba prismáticos y miré de lejos a la gente que había abajo, cerca de una ermita. Nunca esos prismáticos habían servido fuera de la ciudad, y parecían mejores allí arriba. Bajamos muy rápido y estuvimos en el coche antes de darme cuenta.
La segunda visita fue distinta. Primero, porque no fui en coche, y el camino no era tan corto así. Recorrí la carretera curioso por la zona semipantanosa que había a ambos lados. Y cuando me pareció bien, comencé a ascender sin utilizar caminos, por donde mejor (o peor) me parecía. Aun veía señales del incendio que unos años antes había diezmado los pinares, y recordé el cortafuegos lleno de maleza seca y atravesado por un tronco. Ahora no atravesé ninguno, y cuando llegué a una zona plana, la torre quedaba muy al este. No me era difícil darme cuenta, pues había visto amanecer muchas veces desde la playa, y ahora el sol quedaba a mi espalda. Con calma hice el camino, y no me parecía familiar lo que veía. La misma torre parecía haber menguado con los años. Sin embargo, la vista seguía igual, todo el horizonte atravesado por mar. Supieron encontrar un buen sitio para erigirla. Aun quedaba bastante tiempo para la noche, y quise avanzar por donde no pude la primera vez. Estuve un par de horas entre los árboles y subí a ver enrojecer el mar. Tras ello, volví a casa. No ocurrió nada más, pero había sido una tarde agradable. Volví a hacer visitas a los pinares en días sucesivos. A veces desde la carretera, y otras atacaba la subida desde las dunas, y una vez, incluso, quise intentar hacerlo desde la ciénaga. Desistí tras comprobar la profundidad, pero también fue divertido. Pronto había zonas muy familiares para mi allí arriba. Realmente, no era todo tan amplio como parecía, una vez se conocía.
Una tarde, sin embargo, ocurrió lo que contaba al principio. Llevaría ¿dos días? Sin visitar ese sitio. Y al ir acercándome creí vislumbrar algo sorprendente. Sorprendente fue, de hecho, que fuera exactamente lo que creía que era. Una enorme verja de hierro. Grande, vieja, enrabietada de pinchos por arriba, con adornos uniendo los barrotes, con un cerrojo de llave antiguo, cerrado. La verja estaba clavada en el suelo por dos pilares, y no tenía ningún muro que la arropase. ¿Qué de donde había salido Eso quise saber yo. Cómo en dos días alguien había decidido poner esa verja allí. La rodeé con cautela, ¿qué guardaría detrás? Nada, claro. Era una puerta cerrada a ningún sitio. ¿Qué significado tenía? Era una verja estupenda para un caserón antiguo, puede que victoriano. Podía incluirlo sin dificultad en media docena de contextos sin parpadear. Pero clavado en mitad de una pequeña sierra, entre pinos jóvenes, siendo fácilmente rodeada para llegar a su otro lado y comprobar su inutilidad, no me convencía. ¿Sería eso? ¿Alguien la había plantado allí por eso? Como símbolo de inutilidad. Inutilidad ¿de qué? ¿De las puertas en general? ¿De la civilización actual? Un monumento al absurdo, algo dadaísta. En mi curiosidad, en mi perplejidad, esas divagaciones fueron muy rápidas. Probablemente hubo más, pero son las que quedaron. Me fui.
Pero volví, claro. ¿Cómo no iba a volver? Y preparado. Ese día, el siguiente al hallazgo, fui por el camino más fácil, el más rápido. La verja seguía igual de absurda allí plantada. Durante la noche me había maldecido por no haber prestado mayor atención en buscar un llamador. Si, un llamador. Uno de esos con un puño sujetando una bola, o una cadenita de campana. No me había fijado. Pensaba en ver como nada ocurriría si llamaba. Pero me llevé una desilusión. No había. En cualquier caso, iba a tratar de cumplir la segunda parte de mi plan. De mi mochila saqué herramientas: destornillador, lubricante, punzón... todo. Primero lubriqué la cerradura, que tenía pinta de no pasar su mejor momento. Luego comencé a tratar de abrirla. El primer día había seguido sin pensar el ejemplo de Alejandro Magno y su nudo gordiano. Pero ese probablemente no era mi estilo. Yo tenía que atravesar esas puertas abriéndolas. No quería romper la cerradura, y eso hacía más difícil todo. Era una puerta inútil, ¿verdad? Y no cerraba nada ¿verdad? Por tanto era inútil el esfuerzo para abrirla. Claro que sería inútil, pero era lo que yo quería. No podía dejar de desearlo. Los seguros de la cerradura eran buenos, y a medida que uno era burlado, otro de otra zona a menudo volvía a su posición. Ya sudaba, no era ni mucho menos una cerradura mala. Antigua, pero efectiva. Casi una hora tardé en sentir como el cierre finalmente accedía a abrirse. Descorrí el cerrojo, que chirrió, y empujando la verja, la abrí de par en par. Miré a ambas partes, y lentamente traspasé el umbral. Estaba en el otro lado. Recogí las herramientas y me fui dejando abiertas las puertas. ¿Qué había cambiado? Nada.
Toda la semana siguiente estuvo ocupada lejos de los pinares. Creo que tampoco tenía mucho que hacer ahí. Ya estaba muy cercano el día en que volvería a mi ciudad, y tardaría seguramente un año en volver. El último día que podía usar para subir en ese verano, llovía. No con fuerza, pero lo hacía. El mar había amanecido plomizo y la lluvia fina refrescaba todo. El suelo exhalaba un leve polvo al caer las gotas. Subí por el camino que llevaba hasta la torre. Allí el mar ya no parecía plomo, sino alpaca labrada. El sol no lograba brillar. Recorrí lentamente el trayecto que me separaba de la verja. ¿Qué quería de ella? Nada, supongo. Y nada podía tomar. Ya no estaba. Se había ido igual que llegó. El suelo no mostraba señales de los pilares, y sólo mis recuerdos y la maleza quebrada por abrir las puertas sugería la existencia en algún momento de mi vida de una puerta cerrada a ninguna parte.
La segunda visita fue distinta. Primero, porque no fui en coche, y el camino no era tan corto así. Recorrí la carretera curioso por la zona semipantanosa que había a ambos lados. Y cuando me pareció bien, comencé a ascender sin utilizar caminos, por donde mejor (o peor) me parecía. Aun veía señales del incendio que unos años antes había diezmado los pinares, y recordé el cortafuegos lleno de maleza seca y atravesado por un tronco. Ahora no atravesé ninguno, y cuando llegué a una zona plana, la torre quedaba muy al este. No me era difícil darme cuenta, pues había visto amanecer muchas veces desde la playa, y ahora el sol quedaba a mi espalda. Con calma hice el camino, y no me parecía familiar lo que veía. La misma torre parecía haber menguado con los años. Sin embargo, la vista seguía igual, todo el horizonte atravesado por mar. Supieron encontrar un buen sitio para erigirla. Aun quedaba bastante tiempo para la noche, y quise avanzar por donde no pude la primera vez. Estuve un par de horas entre los árboles y subí a ver enrojecer el mar. Tras ello, volví a casa. No ocurrió nada más, pero había sido una tarde agradable. Volví a hacer visitas a los pinares en días sucesivos. A veces desde la carretera, y otras atacaba la subida desde las dunas, y una vez, incluso, quise intentar hacerlo desde la ciénaga. Desistí tras comprobar la profundidad, pero también fue divertido. Pronto había zonas muy familiares para mi allí arriba. Realmente, no era todo tan amplio como parecía, una vez se conocía.
Una tarde, sin embargo, ocurrió lo que contaba al principio. Llevaría ¿dos días? Sin visitar ese sitio. Y al ir acercándome creí vislumbrar algo sorprendente. Sorprendente fue, de hecho, que fuera exactamente lo que creía que era. Una enorme verja de hierro. Grande, vieja, enrabietada de pinchos por arriba, con adornos uniendo los barrotes, con un cerrojo de llave antiguo, cerrado. La verja estaba clavada en el suelo por dos pilares, y no tenía ningún muro que la arropase. ¿Qué de donde había salido Eso quise saber yo. Cómo en dos días alguien había decidido poner esa verja allí. La rodeé con cautela, ¿qué guardaría detrás? Nada, claro. Era una puerta cerrada a ningún sitio. ¿Qué significado tenía? Era una verja estupenda para un caserón antiguo, puede que victoriano. Podía incluirlo sin dificultad en media docena de contextos sin parpadear. Pero clavado en mitad de una pequeña sierra, entre pinos jóvenes, siendo fácilmente rodeada para llegar a su otro lado y comprobar su inutilidad, no me convencía. ¿Sería eso? ¿Alguien la había plantado allí por eso? Como símbolo de inutilidad. Inutilidad ¿de qué? ¿De las puertas en general? ¿De la civilización actual? Un monumento al absurdo, algo dadaísta. En mi curiosidad, en mi perplejidad, esas divagaciones fueron muy rápidas. Probablemente hubo más, pero son las que quedaron. Me fui.
Pero volví, claro. ¿Cómo no iba a volver? Y preparado. Ese día, el siguiente al hallazgo, fui por el camino más fácil, el más rápido. La verja seguía igual de absurda allí plantada. Durante la noche me había maldecido por no haber prestado mayor atención en buscar un llamador. Si, un llamador. Uno de esos con un puño sujetando una bola, o una cadenita de campana. No me había fijado. Pensaba en ver como nada ocurriría si llamaba. Pero me llevé una desilusión. No había. En cualquier caso, iba a tratar de cumplir la segunda parte de mi plan. De mi mochila saqué herramientas: destornillador, lubricante, punzón... todo. Primero lubriqué la cerradura, que tenía pinta de no pasar su mejor momento. Luego comencé a tratar de abrirla. El primer día había seguido sin pensar el ejemplo de Alejandro Magno y su nudo gordiano. Pero ese probablemente no era mi estilo. Yo tenía que atravesar esas puertas abriéndolas. No quería romper la cerradura, y eso hacía más difícil todo. Era una puerta inútil, ¿verdad? Y no cerraba nada ¿verdad? Por tanto era inútil el esfuerzo para abrirla. Claro que sería inútil, pero era lo que yo quería. No podía dejar de desearlo. Los seguros de la cerradura eran buenos, y a medida que uno era burlado, otro de otra zona a menudo volvía a su posición. Ya sudaba, no era ni mucho menos una cerradura mala. Antigua, pero efectiva. Casi una hora tardé en sentir como el cierre finalmente accedía a abrirse. Descorrí el cerrojo, que chirrió, y empujando la verja, la abrí de par en par. Miré a ambas partes, y lentamente traspasé el umbral. Estaba en el otro lado. Recogí las herramientas y me fui dejando abiertas las puertas. ¿Qué había cambiado? Nada.
Toda la semana siguiente estuvo ocupada lejos de los pinares. Creo que tampoco tenía mucho que hacer ahí. Ya estaba muy cercano el día en que volvería a mi ciudad, y tardaría seguramente un año en volver. El último día que podía usar para subir en ese verano, llovía. No con fuerza, pero lo hacía. El mar había amanecido plomizo y la lluvia fina refrescaba todo. El suelo exhalaba un leve polvo al caer las gotas. Subí por el camino que llevaba hasta la torre. Allí el mar ya no parecía plomo, sino alpaca labrada. El sol no lograba brillar. Recorrí lentamente el trayecto que me separaba de la verja. ¿Qué quería de ella? Nada, supongo. Y nada podía tomar. Ya no estaba. Se había ido igual que llegó. El suelo no mostraba señales de los pilares, y sólo mis recuerdos y la maleza quebrada por abrir las puertas sugería la existencia en algún momento de mi vida de una puerta cerrada a ninguna parte.
martes, agosto 14, 2007
Tarjetas y faltas
Los chicles de menta saben a albero. Aún ocho años después del último partido arbitrado me sorprendió la fuerza con la que al meterme uno en la boca se vino a mi el ritual previo antes de saltar al campo. Las tarjetas al bolsillo. El papel doblado para anotar, el bolígrafo. El silbato enganchado al reloj y el cronómetro a cero. Un vistazo al espejo, si hubiera, para evitar quién sabe qué ridículo imprevisto y por último, un chicle para evitar que la polvareda del campo se aprovechara del tener que correr con la boca semiabierta por tener el silbato listo para marcar una acción.
Ese chicle, después de ocho años lo tomé dentro de un despacho, para evitar un aliento algo fuerte de una comida con exceso de ajo, pero sería premonitorio. Igual que cuando escuchas en la radio esa canción que tantos recuerdos te trae y al día siguiente te cruzas con la persona que debiera compartir contigo evocación musical, apenas una semana después me llamaba mi amigo Alfonso para invitarme a jugar un partido de fútbol en el campo de su antiguo equipo
-Es una pachanga, pero nos falta uno. Apúntate, anda. Los conoces a casi todos
Y es que durante unos años, varios días por semana compartía entrenamiento con ellos. Al entrenador le encantaba, porque mientras nos seguía en moto mientras nosotros corríamos por las laderas de las afueras iba chillando
-¡vergüenza, vergüenza os tendría que dar que el árbitro corre mas que vosotros!
Y era verdad. Llevaba muchos años corriendo de forma habitual y ahora en el arbitraje aun me lo tomaba más en serio, ya que estar en forma era la diferencia entre pensar con claridad o no hacerlo. Sin contar con la autoridad que daba estar siempre cerca del balón, corriendo igual o más que cualquier futbolista
Pero Alfonso exageraba. Conocía a un par de ellos. Y a su pueblo, nada. Era increíble lo que había cambiado en unos años. Jugamos el partido, en el que pasé sin pena ni gloria pegado al lateral izquierdo. En cualquier caso no debí desentonar demasiado, ya que ganamos tres a uno. Después del partido nos reunimos en el bar para tomar algo, y en algún momento un tipo barrigón me pasó el brazo por encima de los hombros.
-¡Hombre, yo te conozco! ¡Tu eres el árbitro!
Me costó un poco reconocer al antiguo entrenador. Había perdido cualquier semejanza con un deportista, si descartamos los luchadores de sumo. Me puso una cerveza en la mano.
-¿Sigues arbitrando?
-Que va, lo dejé hace años. Ya sabe, el trabajo quita mucho tiempo.
-Claro, claro. ¿Me puedes hacer un favor?
-Si, dime
-¿Pitarías un amistoso aquí dentro de un mes? Necesitamos un árbitro
No debía aceptar. Los amistosos eran siempre una pesadilla, incluso siendo árbitro federado. La autoridad de las tarjetas y las sanciones desaparecía y si encima lo hacía sin ser árbitro en activo, estaría absolutamente desamparado. Mi cara debió hacérselo ver
-¡Es solo una pachanga! Mas o menos como la de hoy, pero queremos hacerlo bien ¿sabes? No puedes decir que no después de tantos años, ¡venga hombre! ¡Con lo bien que lo hacías entonces!
La verdad es que el tiempo que entrené con ellos me vino estupendamente y jamás pidieron nada a cambio. Y me había adulado, todo ellos sin contar que de nuevo ponía una cerveza llena en mis manos. Me escuché decir que lo haría
-¡Estupendo! ¡Nos vienes estupendo! Pues el día 30, el domingo, a las diez de la mañana te esperamos aquí. ¡Que no se te olvide, que es importante!
Al día siguiente casi había olvidado el tema. Lo había olvidado, para que engañarnos, pero Alfonso me llamó por teléfono
-Oye, tu no irás a arbitrar nada ¿verdad?
-¿Arbitrar? ¡Ah si, el amistoso!
-¿Amistoso? Dime que no
-Buff, no pude negarme
-¿Qué no? ¡Estás loco! ¿Sabes dónde te has metido? ¡Que nos jugamos la plaza!
-¿Plaza? ¿Qué plaza?
-Vente a mi casa y te explico ¿puedes?
-Voy ahora mismo
Ya lamentaba haber aceptado y sin saber por qué. En una hora estábamos caminando por su pueblo
-Verás. Esto en los últimos años ha crecido mucho ¿lo notas?
-Si, ya lo creo
-El tema es que creció muy rápido, muy desordenado, porque las casas se vendían como churros. Y no solo aquí, también en el pueblo de al lado. Hace un par de años, de hecho, las casas de uno y otro empezaron a hacerse vecinas y surgió el problema. Los planos estaban mal
-Planos ¿que planos?
-Los de urbanismo. Mira ¿Ves ese terreno?
Entre un grupo de casas color café y otro de color amarillo albero se extendía una franja sin construir llena de malezas del tamaño de un campo de fútbol. Asentí.
-Ese trozo oficialmente no existe. No se sabe porqué. Alguien se Confundió en algún ayuntamiento o ha salido de la nada. El caso es que ahí hay unos miles de metros cuadrados que nadie sabe de quiénes son. Nosotros decimos que nuestro, el otro pueblo que suyo y el gobierno no sabe que decir, así que se hacen los locos. Y ahí entras tu.
-¿Yo?
-Si. Después de muchas peleas entre vecinos, en una reunión especialmente tensa, ya que la anterior había terminado a guantazos, se decidió que nos jugásemos el terreno en un partido de fútbol. Y luego, calcula, estuvimos dos horas discutiendo sobre como elegir el campo para jugar y tres hasta ver quien tiraría la moneda que lo sorteó. La federación cuando se enteró se negó a mandar un árbitro federado. Y te va a tocar dirigirlo
-Mierda
-No lo sabes bien. Y tenemos que ganar ¿eh?
-¿Cómo?
-¡Que yo vivo aquí! Como perdamos por tu culpa me voy a tener que mudar! Por lo pronto me haré el lesionado para no jugar, porque va a ser peor que la guerra
Así que en esas estaba. Bajo de forma, con un partido que nadie quería perder y sin ninguna autoridad. Quedaba esperar que surgiera alguna excusa para no tener que arbitrar. Pero lógicamente, no llegó. La fecha se acercaba y el mismo día del partido amaneció nublado. Dudé si podría suspenderlo si diluviaba. Preparé la bolsa de deporte con la antigua equipación, que tenía las insignias oficiales quitadas, ya que las pegaba con velcro. Aun así seguía siendo reconocible como de árbitro. Dos horas antes del partido llegué al campo y ya había gente.
Me recibió el alcalde del pueblo, con su colega de al lado.
-Buenos días
-Buenos
-¿Qué tal ha dormido?
Se miraron con fiereza y adiviné que no habían venido los dos juntos por cortesía. No querían dejarme a solas con alguien que pudiera influenciarme ni un segundo.
-Señores, antes de empezar, quiero advertirles. Esto no es competición oficial. Mis decisiones no les traerán sanciones. Pero para arbitrar, necesito autoridad. Entenderán que si los jugadores no obedecen todo lo que yo diga, inmediatamente suspendo el partido
considerando perdedor al equipo desobediente. ¿De acuerdo?
-De acuerdo
-Trato hecho. Mis jugadores son limpios.
-Y los nuestros. Y mejores
Hubo más cara de odio. Pero al menos tenía sobre el papel cierta autoridad. Salí a inspeccionar el campo y ambos me siguieron. Como no iba a tener jueces de línea, ¿quién iba a ser tan estúpido para acompañarme? me tocó revisar solo las dos porterías, ver que los penaltis estaban a distancia correcta y buscar cualquier cosa rara. Los bordes del campo empezaban a llenarse. Volví al vestuario y al cerrar la puerta quedaron ambos vigilando, o vigilándose quizás. Me cambié la ropa, y me metí las tarjetas al bolsillo. Preparé un trozo de papel doblado para las anotaciones, comprobé el bolígrafo. Enganché el silbato al reloj y puse el cronómetro a cero. Me miré al espejo y me metí un chicle de menta en la boca. Un tremendo sabor a albero me anegó por sugestión. Estaba listo. Era el momento. Cogí el balón, lo boté un par de veces y salí al campo. Apenas lo pisé todos chillaron con fuerza tratando de intimidarme. El campo estaba completamente repleto. Volví a revisar ambas porterías, más de cara al público que por pensar que hubiera cambios en ellas. Llegué al centro del campo y salieron los jugadores. Parecía un partido de primera división. Llovieron papelillos de colores, sonaron sirenas y un griterío tremendo. Me concedí un momento de nervios. En menudo lío me había metido. Saludé a los capitanes, saqué una moneda y realicé el sorteo. El partido iba comenzar. Levanté la mano mirando a un portero, me hizo una seña. Hice lo mismo con el otro, asintió. Encendí el cronómetro y soplé con fuerza el silbato. El balón empezó a rodar. Tocaron un poco en el centro. Retrocedieron el balón a la defensa y despejaron con furia sin ningún sentido. Al llegar al otro área ellos hicieron lo mismo y ante mi asombro durante casi un minuto el balón voló de un área a otra, entre salvajes chillidos del público. Por fin un defensa golpeó fatal y el balón salio fuera de banda. Ya temía que la cosa durase todo el partido. El saque provocó la primera jugada por banda. El extremo intentó avanzar algo, con poca confianza. Le cerraron dos defensas y sin probar regate retrocedió el balón. Fueron dos a por él y uno llegó tarde. Pité la primera falta. Subieron cinco al área y colgaron el balón. Despejó la defensa. Un centrocampista la recogió en la frontal y casi mata dos palomas que pasaban. El partido era espantoso. Quizás los nervios, quizás eran demasiado malos. Pero el no querer perder, el miedo a fallar no les dejaba hacer nada. El publico chillaba y chillaba, jaleando el más remoto atisbo de fútbol, cuando quise darme cuenta habían pasado veinte minutos de nada. Y entonces empezó a complicarse. Cuando se arbitra sin jueces de líneas hay demasiados ángulos muertos. Un balón por el centro y de reojo ves en la banda un jugador caer rodando. Cuando miras lo ves quejarse y a un rival admirar con cara inocente el bonito efecto del banderín de corner ondeando al viento. En la siguiente jugada el asunto se repite, pero con los papeles cambiados. Y antes de darte cuenta los tienes encarados, empujándose frente con frente y un inicio de tangana a tu alrededor. Así que cuando el balón se acercó a ellos un mínimo roce me hizo pitar falta. Empezó uno a protestar
-¡Hombre, si apenas lo rocé!
-No, apenas. Pero antes si que le diste una buena.-El que ha recibido la falta sonríe con suficiencia. Cree haber ganado una tarjeta para el equipo contrario- No se bien quien ha empezado, pero no me importa. Lo próximo que vea más agresivo que un saque de banda entre vosotros, vais a la calle los dos. Y ya tendréis que explicar a vuestro equipo porqué les dejáis con uno menos
-¡Hombre, si yo no he hecho nada!
-Así de injusto es el fútbol
Y se calmaron un poco. Aun así, el fútbol seguía siendo nulo, y empezaba a cansarme del correcalles, de seguir el balón volando de campo a campo, del miedo a perder de los dos equipos. Hubo un par de fueras de juego clamorosos, muchos saques de puerta y ninguna opción de gol. Afortunadamente, llegó el descanso. Pité y tras vigilar que ambos equipos entrasen en sus vestuarios, fui hacia el mío, recibiendo todos los gritos e insultos que podía imaginar, incluso alguno nuevo, desde el público. Una vez dentro cerré el cerrojo y me senté. Solo cuarenta y cinco minutos más, y habría terminado. Pero ¿quién ganaría? ¿Cómo reaccionarían los perdedores? ¿Eso era el mejor fútbol que tenían que ofrecer? Llamaron a la puerta Me acerqué pero no abrí
-¿Si?
-Arbitro ¿un refresco?
-No, gracias.
-¿agua? ¿Quiere algo?
Reconocí las dos voces de los alcaldes, y los imaginé haciendo guardia en mi puerta. Bebería del grifo directamente
-No, muchas gracias a los dos.
Pasaron diez minutos y salí al pasillo. Ahí estaban aun, mirándose fijamente y sin decir palabra.
-¿Pueden avisar a los equipos? Vamos a salir. ¿Ha habido cambios?
-¿Bromea? Si nos costó convencer a once para jugar
-Nosotros lo mismo.
Salimos de nuevo al campo, entre los gritos de ánimo e insultos de la gente. Al llegar al centro empezaron a caer goterones de agua. No tendría la suerte de poder suspender el partido, pensé. Di la señal, y seguimos con el desastre. La lluvia comenzó a formar barro, y el juego se hizo aun más trabado y torpe, si cabía. Una capa de barro empezó a cubrir a todos. En ese momento se produjo el enésimo balonazo largo. El delantero local estaba bien solo en la frontal del área, y justo cuando iba a pitar el fuera de juego clamoroso me di cuenta que un defensa visitante discutía con alguien del público cerca del banderín de corner, haciendo válida la jugada. Los gritos del público advirtieron al defensa, el portero chilló, y el delantero ni se creía estar solo frente a la portería. Avanzó un par de pasos, y sin atreverse a acercarse más, trató de chutar con todas su fuerzas. Dio un fenomenal resbalón y aterrizó de espaldas ante la alegría y el asombro de otros. Hubo quien chilló ‘¡penalti!. El balón quedó rodando mansamente hacia el portero, que salió corriendo para cogerlo, y en su impulso también resbaló, cayendo boca abajo. El defensa logró llegar antes que nadie y mandó a corner, mientras entraban las asistencias. El público se animó tremendamente y redoblaron los cánticos y las palmas. Los jugadores aparte de unos raspones y algún golpe, tenían bastante vergüenza y simulaban grandes dolores. Unos minutos después se sacó el corner, los visitantes chillaron por entender que deberían haberles devuelto el balón, los locales fallaron la ocasión y entre el público comenzaron hoscas hostilidades. Oía los insultos y las amenazas entre ellos. El suelo se hacía más resbaladizo, y ayudaban los ánimos más caldeados a que cada disputa de balón acabara con un cierto número de jugadores rebozados en barro. Tuve que comenzar a pitar muchas faltas, algunas rigurosas, para evitar que la tensión creciera, lo que hizo el juego aun más confuso. Cada falta era sacada con su barrera y su balón a la olla, no importaba que fuese desde el área propia. A menudo el balón ni llegaba a la zona en la que lo esperaban, dado que a la lluvia le acompañaba un viento bastante desagradable. Eso provocaba tremendas melés de jugadores hasta la zona donde el balón esperaba en un charco y ya había olvidado la esperanza de cualquier jugada fluida. Las patadas hacían saltar el barro hasta el público que aguantaba la lluvia con ansia tribal. A los quince minutos tuve que empezar a sacar tarjetas amarillas a unos y otros por el poco cuidado en distinguir entre los tobillos y el pobre balón, amparados en el barro. Eso los calmaba un poco, pero pronto otros compañeros seguían su ejemplo. Los visitantes lograron en un despeje mandar un balón hacia la portería y el portero, visiblemente sorprendido, solo pudo mirar como el larguero repelía la fortuita acción.
-¡Venga, que ya son nuestros!
Chillaron al ver que casi marcaron, y comenzaron los despejes aun con más fuerza. Las piernas me pesaban ya una barbaridad, y el agua y el barro hacía difícil distinguir los colores de las camisetas. Miré el reloj. Quedaban cinco minutos de tortura, y aun cero a cero. Las caras se iban desencajando y un vistazo al banquillo me hizo ver a los alcaldes, ya sin voz, derrumbarse en los asientos, sin querer ver como acababa el partido, temiendo su derrota. Increíblemente ambos equipos se fueron echando atrás, dejando las jugadas aisladas a los dos o tres más jóvenes de cada equipo, que se atrevían a correr en el barrizal. Cuando uno de ellos lograba en balón veía ocho defensores dispuestos a todo y probaban fortuna en el tiro lejano, deseando que les tocase la lotería y la dirección fuese buena. Finalmente llegó el minuto cuarenta y cinco. Imaginé que ni con un partido de ocho horas hubieran marcado, así que no tenía sentido descontar más. Levanté los brazos y pité el final. Los alcaldes corrieron hacia mí, confusos
-¿Y ahora qué? ¿Qué ha pasado?
-Final.
-¿Final? ¿Y qué hacemos? ¡Tiene que ganar uno!
-Ahora los penaltis
-¿penaltis? ¿No hay prorroga?
-¿Media hora más? –Miré a los jugadores, que ya me rodeaban- ¿queréis correr media hora más? Además, mando yo
Quedaron pensando. Sin duda era más honroso perder a los penaltis que con el balón en juego, y el murmullo me hizo llegar la aprobación. Sin correr, el frío hacía castañear levemente mis dientes. Los porteros no parecían muy convencidos.
-A ver, cinco por equipo para lanzar.
Tardaron casi diez minutos en decidirlo, ya que nadie se atrevía. Solo cuando amagué con irme, me pusieron en fila a diez masas de barro. Elegimos una portería que parecía menos encharcada y el primer portero se puso bajo los palos. El público mantuvo un silencio respetuoso. El jugador local besó el balón, escupió el barro que eso le provocó, dio como diez pasos de carrerilla, y con tremenda decisión golpeó. A los tres minutos de búsqueda pedí otro balón, ya que el golpe había ido tan desviado que había sido imposible encontrarlo.
-¡Venga, que podemos! ¡Enchúfalo! ¡Adentro!
Con suficiencia el visitante puso el balón, se retiró un metro y la mandó flojita y rodando con poca fuerza, hasta que los charcos detuvieron el avance a medio metro del portero, que miraba asombrado. El siguiente local la mandó a dos metros del poste derecho, y el visitante le respondió con igual desatino del lado izquierdo. Cuando los diez jugadores fallaron sus penaltis, anuncie que a muerte súbita todos irían lanzando. Era asombroso. El que no la mandaba a las nubes apenas tenía presencia de ánimo para rozarla como un niño y llegamos hasta que solo quedó un disparo por equipo. Los dos porteros. Me miraron como rogando piedad. Señalé la portería. El portero visitante se puso bajo palos. Muchos del público cerraron los ojos o se dieron la vuelta. El portero local también, y con los ojos cerrados lanzó un tremendo zapatazo que dio primero en un poste, luego en el otro, para acabar despejado con algo de fortuna. Todos chillaron de alegría o rabia, y el que acababa de lanzar intercambio su posición con el héroe del momento. Las manos le temblaban, pero conseguía sonreír. En ese balón se decidía algo más que un terreno, un pueblo iba a demostrar su superioridad sobre el otro. Algunos del público se preparaban para saltar al campo, bien para celebrar la victoria, bien para la venganza. En un alarde de sangre fría, tras poner el balón en posición, se señaló los ojos y luego a los del rival, retándolo. Dio dos pasos atrás y un balón perfectamente dirigido, fuerte y al centro, como mandan los canones salió disparado hacia la gloria. Únicamente la frialdad de su gesto retando al rival le perdió. El portero local, paralizado, ni intentó lanzarse en ninguna dirección, y el balón le impactó de lleno en plena cara.
-¡Que paradón! ¡Que tío!
Chillaron desde el público. Mucha gente saltó al campo y algunos estaban ya celebrando quién sabe que. De nuevo los jugadores me rodeaban, los alcaldes me zarandeaban
-¿Ahora que, ahora qué?
-Otra ronda de penaltis
-Todos bajaron la vista. Nadie se atrevía ya. Después de un minuto de silencio, volví a hablar.
-De acuerdo. Ahora tiro yo. El que lo pare, gana.-Me escuché decir. Me miraron asombrados
-¿Cómo?
-Ya estoy harto de esto. Ahora tiro yo, o eso, o me largo
-Yo no me pongo- dijo el portero de la nariz sangrante
-Yo tampoco-dijo el que había perdido la frialdad.
-De acuerdo. Se pondrán los dos alcaldes. Al mismo tiempo. El que lo pare, gana. Es mi última oferta. El que no se atreva, pierde
Atrapados, no se atrevieron a negarse. Se pusieron los dos bajo palos. Se quitaron las corbatas y la chaqueta, y con las camisas blancas pegadas al cuerpo, esperaron ansiosos mi disparo. Coloqué el balón. Golpeé sin demasiada fuerza, al centro. Ambos se tiraron hacia él, con auténtica locura.
En fin. El caso es que ahora busco un contratista barato, porque realmente, hacerse una casa acorde a los metros de jardín que me quedarán, no es poca cosa. Afortunadamente, como no tengo que pagar impuestos a ningún ayuntamiento, me ahorro un buen pellizco. Y cuando termine, tendré una mansión digna de un futbolista, de uno caro, de un crack de primera división.
Ese chicle, después de ocho años lo tomé dentro de un despacho, para evitar un aliento algo fuerte de una comida con exceso de ajo, pero sería premonitorio. Igual que cuando escuchas en la radio esa canción que tantos recuerdos te trae y al día siguiente te cruzas con la persona que debiera compartir contigo evocación musical, apenas una semana después me llamaba mi amigo Alfonso para invitarme a jugar un partido de fútbol en el campo de su antiguo equipo
-Es una pachanga, pero nos falta uno. Apúntate, anda. Los conoces a casi todos
Y es que durante unos años, varios días por semana compartía entrenamiento con ellos. Al entrenador le encantaba, porque mientras nos seguía en moto mientras nosotros corríamos por las laderas de las afueras iba chillando
-¡vergüenza, vergüenza os tendría que dar que el árbitro corre mas que vosotros!
Y era verdad. Llevaba muchos años corriendo de forma habitual y ahora en el arbitraje aun me lo tomaba más en serio, ya que estar en forma era la diferencia entre pensar con claridad o no hacerlo. Sin contar con la autoridad que daba estar siempre cerca del balón, corriendo igual o más que cualquier futbolista
Pero Alfonso exageraba. Conocía a un par de ellos. Y a su pueblo, nada. Era increíble lo que había cambiado en unos años. Jugamos el partido, en el que pasé sin pena ni gloria pegado al lateral izquierdo. En cualquier caso no debí desentonar demasiado, ya que ganamos tres a uno. Después del partido nos reunimos en el bar para tomar algo, y en algún momento un tipo barrigón me pasó el brazo por encima de los hombros.
-¡Hombre, yo te conozco! ¡Tu eres el árbitro!
Me costó un poco reconocer al antiguo entrenador. Había perdido cualquier semejanza con un deportista, si descartamos los luchadores de sumo. Me puso una cerveza en la mano.
-¿Sigues arbitrando?
-Que va, lo dejé hace años. Ya sabe, el trabajo quita mucho tiempo.
-Claro, claro. ¿Me puedes hacer un favor?
-Si, dime
-¿Pitarías un amistoso aquí dentro de un mes? Necesitamos un árbitro
No debía aceptar. Los amistosos eran siempre una pesadilla, incluso siendo árbitro federado. La autoridad de las tarjetas y las sanciones desaparecía y si encima lo hacía sin ser árbitro en activo, estaría absolutamente desamparado. Mi cara debió hacérselo ver
-¡Es solo una pachanga! Mas o menos como la de hoy, pero queremos hacerlo bien ¿sabes? No puedes decir que no después de tantos años, ¡venga hombre! ¡Con lo bien que lo hacías entonces!
La verdad es que el tiempo que entrené con ellos me vino estupendamente y jamás pidieron nada a cambio. Y me había adulado, todo ellos sin contar que de nuevo ponía una cerveza llena en mis manos. Me escuché decir que lo haría
-¡Estupendo! ¡Nos vienes estupendo! Pues el día 30, el domingo, a las diez de la mañana te esperamos aquí. ¡Que no se te olvide, que es importante!
Al día siguiente casi había olvidado el tema. Lo había olvidado, para que engañarnos, pero Alfonso me llamó por teléfono
-Oye, tu no irás a arbitrar nada ¿verdad?
-¿Arbitrar? ¡Ah si, el amistoso!
-¿Amistoso? Dime que no
-Buff, no pude negarme
-¿Qué no? ¡Estás loco! ¿Sabes dónde te has metido? ¡Que nos jugamos la plaza!
-¿Plaza? ¿Qué plaza?
-Vente a mi casa y te explico ¿puedes?
-Voy ahora mismo
Ya lamentaba haber aceptado y sin saber por qué. En una hora estábamos caminando por su pueblo
-Verás. Esto en los últimos años ha crecido mucho ¿lo notas?
-Si, ya lo creo
-El tema es que creció muy rápido, muy desordenado, porque las casas se vendían como churros. Y no solo aquí, también en el pueblo de al lado. Hace un par de años, de hecho, las casas de uno y otro empezaron a hacerse vecinas y surgió el problema. Los planos estaban mal
-Planos ¿que planos?
-Los de urbanismo. Mira ¿Ves ese terreno?
Entre un grupo de casas color café y otro de color amarillo albero se extendía una franja sin construir llena de malezas del tamaño de un campo de fútbol. Asentí.
-Ese trozo oficialmente no existe. No se sabe porqué. Alguien se Confundió en algún ayuntamiento o ha salido de la nada. El caso es que ahí hay unos miles de metros cuadrados que nadie sabe de quiénes son. Nosotros decimos que nuestro, el otro pueblo que suyo y el gobierno no sabe que decir, así que se hacen los locos. Y ahí entras tu.
-¿Yo?
-Si. Después de muchas peleas entre vecinos, en una reunión especialmente tensa, ya que la anterior había terminado a guantazos, se decidió que nos jugásemos el terreno en un partido de fútbol. Y luego, calcula, estuvimos dos horas discutiendo sobre como elegir el campo para jugar y tres hasta ver quien tiraría la moneda que lo sorteó. La federación cuando se enteró se negó a mandar un árbitro federado. Y te va a tocar dirigirlo
-Mierda
-No lo sabes bien. Y tenemos que ganar ¿eh?
-¿Cómo?
-¡Que yo vivo aquí! Como perdamos por tu culpa me voy a tener que mudar! Por lo pronto me haré el lesionado para no jugar, porque va a ser peor que la guerra
Así que en esas estaba. Bajo de forma, con un partido que nadie quería perder y sin ninguna autoridad. Quedaba esperar que surgiera alguna excusa para no tener que arbitrar. Pero lógicamente, no llegó. La fecha se acercaba y el mismo día del partido amaneció nublado. Dudé si podría suspenderlo si diluviaba. Preparé la bolsa de deporte con la antigua equipación, que tenía las insignias oficiales quitadas, ya que las pegaba con velcro. Aun así seguía siendo reconocible como de árbitro. Dos horas antes del partido llegué al campo y ya había gente.
Me recibió el alcalde del pueblo, con su colega de al lado.
-Buenos días
-Buenos
-¿Qué tal ha dormido?
Se miraron con fiereza y adiviné que no habían venido los dos juntos por cortesía. No querían dejarme a solas con alguien que pudiera influenciarme ni un segundo.
-Señores, antes de empezar, quiero advertirles. Esto no es competición oficial. Mis decisiones no les traerán sanciones. Pero para arbitrar, necesito autoridad. Entenderán que si los jugadores no obedecen todo lo que yo diga, inmediatamente suspendo el partido
considerando perdedor al equipo desobediente. ¿De acuerdo?
-De acuerdo
-Trato hecho. Mis jugadores son limpios.
-Y los nuestros. Y mejores
Hubo más cara de odio. Pero al menos tenía sobre el papel cierta autoridad. Salí a inspeccionar el campo y ambos me siguieron. Como no iba a tener jueces de línea, ¿quién iba a ser tan estúpido para acompañarme? me tocó revisar solo las dos porterías, ver que los penaltis estaban a distancia correcta y buscar cualquier cosa rara. Los bordes del campo empezaban a llenarse. Volví al vestuario y al cerrar la puerta quedaron ambos vigilando, o vigilándose quizás. Me cambié la ropa, y me metí las tarjetas al bolsillo. Preparé un trozo de papel doblado para las anotaciones, comprobé el bolígrafo. Enganché el silbato al reloj y puse el cronómetro a cero. Me miré al espejo y me metí un chicle de menta en la boca. Un tremendo sabor a albero me anegó por sugestión. Estaba listo. Era el momento. Cogí el balón, lo boté un par de veces y salí al campo. Apenas lo pisé todos chillaron con fuerza tratando de intimidarme. El campo estaba completamente repleto. Volví a revisar ambas porterías, más de cara al público que por pensar que hubiera cambios en ellas. Llegué al centro del campo y salieron los jugadores. Parecía un partido de primera división. Llovieron papelillos de colores, sonaron sirenas y un griterío tremendo. Me concedí un momento de nervios. En menudo lío me había metido. Saludé a los capitanes, saqué una moneda y realicé el sorteo. El partido iba comenzar. Levanté la mano mirando a un portero, me hizo una seña. Hice lo mismo con el otro, asintió. Encendí el cronómetro y soplé con fuerza el silbato. El balón empezó a rodar. Tocaron un poco en el centro. Retrocedieron el balón a la defensa y despejaron con furia sin ningún sentido. Al llegar al otro área ellos hicieron lo mismo y ante mi asombro durante casi un minuto el balón voló de un área a otra, entre salvajes chillidos del público. Por fin un defensa golpeó fatal y el balón salio fuera de banda. Ya temía que la cosa durase todo el partido. El saque provocó la primera jugada por banda. El extremo intentó avanzar algo, con poca confianza. Le cerraron dos defensas y sin probar regate retrocedió el balón. Fueron dos a por él y uno llegó tarde. Pité la primera falta. Subieron cinco al área y colgaron el balón. Despejó la defensa. Un centrocampista la recogió en la frontal y casi mata dos palomas que pasaban. El partido era espantoso. Quizás los nervios, quizás eran demasiado malos. Pero el no querer perder, el miedo a fallar no les dejaba hacer nada. El publico chillaba y chillaba, jaleando el más remoto atisbo de fútbol, cuando quise darme cuenta habían pasado veinte minutos de nada. Y entonces empezó a complicarse. Cuando se arbitra sin jueces de líneas hay demasiados ángulos muertos. Un balón por el centro y de reojo ves en la banda un jugador caer rodando. Cuando miras lo ves quejarse y a un rival admirar con cara inocente el bonito efecto del banderín de corner ondeando al viento. En la siguiente jugada el asunto se repite, pero con los papeles cambiados. Y antes de darte cuenta los tienes encarados, empujándose frente con frente y un inicio de tangana a tu alrededor. Así que cuando el balón se acercó a ellos un mínimo roce me hizo pitar falta. Empezó uno a protestar
-¡Hombre, si apenas lo rocé!
-No, apenas. Pero antes si que le diste una buena.-El que ha recibido la falta sonríe con suficiencia. Cree haber ganado una tarjeta para el equipo contrario- No se bien quien ha empezado, pero no me importa. Lo próximo que vea más agresivo que un saque de banda entre vosotros, vais a la calle los dos. Y ya tendréis que explicar a vuestro equipo porqué les dejáis con uno menos
-¡Hombre, si yo no he hecho nada!
-Así de injusto es el fútbol
Y se calmaron un poco. Aun así, el fútbol seguía siendo nulo, y empezaba a cansarme del correcalles, de seguir el balón volando de campo a campo, del miedo a perder de los dos equipos. Hubo un par de fueras de juego clamorosos, muchos saques de puerta y ninguna opción de gol. Afortunadamente, llegó el descanso. Pité y tras vigilar que ambos equipos entrasen en sus vestuarios, fui hacia el mío, recibiendo todos los gritos e insultos que podía imaginar, incluso alguno nuevo, desde el público. Una vez dentro cerré el cerrojo y me senté. Solo cuarenta y cinco minutos más, y habría terminado. Pero ¿quién ganaría? ¿Cómo reaccionarían los perdedores? ¿Eso era el mejor fútbol que tenían que ofrecer? Llamaron a la puerta Me acerqué pero no abrí
-¿Si?
-Arbitro ¿un refresco?
-No, gracias.
-¿agua? ¿Quiere algo?
Reconocí las dos voces de los alcaldes, y los imaginé haciendo guardia en mi puerta. Bebería del grifo directamente
-No, muchas gracias a los dos.
Pasaron diez minutos y salí al pasillo. Ahí estaban aun, mirándose fijamente y sin decir palabra.
-¿Pueden avisar a los equipos? Vamos a salir. ¿Ha habido cambios?
-¿Bromea? Si nos costó convencer a once para jugar
-Nosotros lo mismo.
Salimos de nuevo al campo, entre los gritos de ánimo e insultos de la gente. Al llegar al centro empezaron a caer goterones de agua. No tendría la suerte de poder suspender el partido, pensé. Di la señal, y seguimos con el desastre. La lluvia comenzó a formar barro, y el juego se hizo aun más trabado y torpe, si cabía. Una capa de barro empezó a cubrir a todos. En ese momento se produjo el enésimo balonazo largo. El delantero local estaba bien solo en la frontal del área, y justo cuando iba a pitar el fuera de juego clamoroso me di cuenta que un defensa visitante discutía con alguien del público cerca del banderín de corner, haciendo válida la jugada. Los gritos del público advirtieron al defensa, el portero chilló, y el delantero ni se creía estar solo frente a la portería. Avanzó un par de pasos, y sin atreverse a acercarse más, trató de chutar con todas su fuerzas. Dio un fenomenal resbalón y aterrizó de espaldas ante la alegría y el asombro de otros. Hubo quien chilló ‘¡penalti!. El balón quedó rodando mansamente hacia el portero, que salió corriendo para cogerlo, y en su impulso también resbaló, cayendo boca abajo. El defensa logró llegar antes que nadie y mandó a corner, mientras entraban las asistencias. El público se animó tremendamente y redoblaron los cánticos y las palmas. Los jugadores aparte de unos raspones y algún golpe, tenían bastante vergüenza y simulaban grandes dolores. Unos minutos después se sacó el corner, los visitantes chillaron por entender que deberían haberles devuelto el balón, los locales fallaron la ocasión y entre el público comenzaron hoscas hostilidades. Oía los insultos y las amenazas entre ellos. El suelo se hacía más resbaladizo, y ayudaban los ánimos más caldeados a que cada disputa de balón acabara con un cierto número de jugadores rebozados en barro. Tuve que comenzar a pitar muchas faltas, algunas rigurosas, para evitar que la tensión creciera, lo que hizo el juego aun más confuso. Cada falta era sacada con su barrera y su balón a la olla, no importaba que fuese desde el área propia. A menudo el balón ni llegaba a la zona en la que lo esperaban, dado que a la lluvia le acompañaba un viento bastante desagradable. Eso provocaba tremendas melés de jugadores hasta la zona donde el balón esperaba en un charco y ya había olvidado la esperanza de cualquier jugada fluida. Las patadas hacían saltar el barro hasta el público que aguantaba la lluvia con ansia tribal. A los quince minutos tuve que empezar a sacar tarjetas amarillas a unos y otros por el poco cuidado en distinguir entre los tobillos y el pobre balón, amparados en el barro. Eso los calmaba un poco, pero pronto otros compañeros seguían su ejemplo. Los visitantes lograron en un despeje mandar un balón hacia la portería y el portero, visiblemente sorprendido, solo pudo mirar como el larguero repelía la fortuita acción.
-¡Venga, que ya son nuestros!
Chillaron al ver que casi marcaron, y comenzaron los despejes aun con más fuerza. Las piernas me pesaban ya una barbaridad, y el agua y el barro hacía difícil distinguir los colores de las camisetas. Miré el reloj. Quedaban cinco minutos de tortura, y aun cero a cero. Las caras se iban desencajando y un vistazo al banquillo me hizo ver a los alcaldes, ya sin voz, derrumbarse en los asientos, sin querer ver como acababa el partido, temiendo su derrota. Increíblemente ambos equipos se fueron echando atrás, dejando las jugadas aisladas a los dos o tres más jóvenes de cada equipo, que se atrevían a correr en el barrizal. Cuando uno de ellos lograba en balón veía ocho defensores dispuestos a todo y probaban fortuna en el tiro lejano, deseando que les tocase la lotería y la dirección fuese buena. Finalmente llegó el minuto cuarenta y cinco. Imaginé que ni con un partido de ocho horas hubieran marcado, así que no tenía sentido descontar más. Levanté los brazos y pité el final. Los alcaldes corrieron hacia mí, confusos
-¿Y ahora qué? ¿Qué ha pasado?
-Final.
-¿Final? ¿Y qué hacemos? ¡Tiene que ganar uno!
-Ahora los penaltis
-¿penaltis? ¿No hay prorroga?
-¿Media hora más? –Miré a los jugadores, que ya me rodeaban- ¿queréis correr media hora más? Además, mando yo
Quedaron pensando. Sin duda era más honroso perder a los penaltis que con el balón en juego, y el murmullo me hizo llegar la aprobación. Sin correr, el frío hacía castañear levemente mis dientes. Los porteros no parecían muy convencidos.
-A ver, cinco por equipo para lanzar.
Tardaron casi diez minutos en decidirlo, ya que nadie se atrevía. Solo cuando amagué con irme, me pusieron en fila a diez masas de barro. Elegimos una portería que parecía menos encharcada y el primer portero se puso bajo los palos. El público mantuvo un silencio respetuoso. El jugador local besó el balón, escupió el barro que eso le provocó, dio como diez pasos de carrerilla, y con tremenda decisión golpeó. A los tres minutos de búsqueda pedí otro balón, ya que el golpe había ido tan desviado que había sido imposible encontrarlo.
-¡Venga, que podemos! ¡Enchúfalo! ¡Adentro!
Con suficiencia el visitante puso el balón, se retiró un metro y la mandó flojita y rodando con poca fuerza, hasta que los charcos detuvieron el avance a medio metro del portero, que miraba asombrado. El siguiente local la mandó a dos metros del poste derecho, y el visitante le respondió con igual desatino del lado izquierdo. Cuando los diez jugadores fallaron sus penaltis, anuncie que a muerte súbita todos irían lanzando. Era asombroso. El que no la mandaba a las nubes apenas tenía presencia de ánimo para rozarla como un niño y llegamos hasta que solo quedó un disparo por equipo. Los dos porteros. Me miraron como rogando piedad. Señalé la portería. El portero visitante se puso bajo palos. Muchos del público cerraron los ojos o se dieron la vuelta. El portero local también, y con los ojos cerrados lanzó un tremendo zapatazo que dio primero en un poste, luego en el otro, para acabar despejado con algo de fortuna. Todos chillaron de alegría o rabia, y el que acababa de lanzar intercambio su posición con el héroe del momento. Las manos le temblaban, pero conseguía sonreír. En ese balón se decidía algo más que un terreno, un pueblo iba a demostrar su superioridad sobre el otro. Algunos del público se preparaban para saltar al campo, bien para celebrar la victoria, bien para la venganza. En un alarde de sangre fría, tras poner el balón en posición, se señaló los ojos y luego a los del rival, retándolo. Dio dos pasos atrás y un balón perfectamente dirigido, fuerte y al centro, como mandan los canones salió disparado hacia la gloria. Únicamente la frialdad de su gesto retando al rival le perdió. El portero local, paralizado, ni intentó lanzarse en ninguna dirección, y el balón le impactó de lleno en plena cara.
-¡Que paradón! ¡Que tío!
Chillaron desde el público. Mucha gente saltó al campo y algunos estaban ya celebrando quién sabe que. De nuevo los jugadores me rodeaban, los alcaldes me zarandeaban
-¿Ahora que, ahora qué?
-Otra ronda de penaltis
-Todos bajaron la vista. Nadie se atrevía ya. Después de un minuto de silencio, volví a hablar.
-De acuerdo. Ahora tiro yo. El que lo pare, gana.-Me escuché decir. Me miraron asombrados
-¿Cómo?
-Ya estoy harto de esto. Ahora tiro yo, o eso, o me largo
-Yo no me pongo- dijo el portero de la nariz sangrante
-Yo tampoco-dijo el que había perdido la frialdad.
-De acuerdo. Se pondrán los dos alcaldes. Al mismo tiempo. El que lo pare, gana. Es mi última oferta. El que no se atreva, pierde
Atrapados, no se atrevieron a negarse. Se pusieron los dos bajo palos. Se quitaron las corbatas y la chaqueta, y con las camisas blancas pegadas al cuerpo, esperaron ansiosos mi disparo. Coloqué el balón. Golpeé sin demasiada fuerza, al centro. Ambos se tiraron hacia él, con auténtica locura.
En fin. El caso es que ahora busco un contratista barato, porque realmente, hacerse una casa acorde a los metros de jardín que me quedarán, no es poca cosa. Afortunadamente, como no tengo que pagar impuestos a ningún ayuntamiento, me ahorro un buen pellizco. Y cuando termine, tendré una mansión digna de un futbolista, de uno caro, de un crack de primera división.
Con todo el cariño y admiración al 'crack' Fontana,
tremendo matador del área al que jamás pude pitar un penal
tremendo matador del área al que jamás pude pitar un penal
lunes, julio 30, 2007
Memes fuera del tiesto
Airear trapos sucios así, sin más, sin cobrar, es un poco como jugar al fútbol por afición, ¿no? en este país en el que aparentemente el cotilleo es una gran industria nacional. Y aun así, como el bueno de Jdj me lanza el guante, corro a recogerlo. Expone él sus vergüenzas a modo de ocho secretos inconfesables en su blog, siguiendo una cadena iniciada quién sabe por qué ilustre o desconocido bloguero. Memes, le llama. Sea, sea, porque en el fondo tal vez sea cierto eso de que el que escribe tiene su punto de exhibicionista. Pasemos a intentar sacar mis ocho secretos inconfesables. Que bien pudiera ser que ya alguna vez haya confesado alguno, de memoria ando regularcito nada más. Son, a saber:
1-Miento, miento cuando digo que me leo todo lo que cae en mis manos y que siempre termino todos los libros que empecé. Cierto es que me leo hasta la etiqueta del champú mientras me ducho, y que han pasado por mis manos todo tipo de bodrios infumables que gastaron un poco más mis ojos. Pero por más que lo intenté, por más que luché, jamás logré terminarme 'Agata ojo de gato', de Caballero de Bonald. Fue superior a mi. Y si me leí el código da Vinci. No me apasionó, pero me entretuvo.
2.-En alguna ocasión perdoné tarjetas al ser árbitro, de manera conciente. Siempre he dicho que perdonar tarjetas para compensar errores era doble error, y que había que ser completamente justo. Y que fui muy poco tarjetero y muy dialogante con los futbolistas. Pero en una ocasión no pude aguantarme. Había un chaval que protestaba todas las jugadas, y ya en una soltó 'Oye ¿te olvidaste las tarjetas en casa? Y se me cruzaron los cables. "no, mira, aquí las tengo" y le mostré la amarilla. Se quedó boquiabierto y se le escapó un "que cabrón" que merecía la expulsión. Pero me entró un inicio de ataque de risa y me hice el sordo. Le perdoné la roja.
3-Cambiaría la pluma por la guitarra con los ojos cerrados. O por el pincel. Pero sin duda el tener oído musical y poder tocar una guitarra me colmaría de placer. Y lo he intentado, ojo, pero intentar coordinar mi mano derecha con la izquierda y hacer algo con ritmo es superior a mi. Me encanta la música, pero no tengo oído musical ni sentido del ritmo, y sin embargo....
4-Durante un tiempo supe bailar bien el tango. Me apunté por un cúmulo de circunstancias a un curso de baile en el cual nada lograba entrar en mi nulo cerebro y mis dos pies izquierdos, salvo el tango, que parecía serme tan natural como respirar. Ya he olvidado absolutamente todo de como bailarlo, por cierto.
5-Rubén, fui yo. Nunca te lo he reconocido en público, fui yo. Hace años un amigo iba caminando relativamente cerca de su casa cuando dos mujeres le detuvieron con la intención de adoctrinarle en la fe de los testigos de Jehová. Estuvo aguantado como pudo el chaparrón, y finalmente pudo escapar porque cuando le enseñaron estampas campestres del paraíso, él preguntó por los cines y los bares, que sin eso no habría paraíso para él. Y sin embargo, el fin de semana siguiente se presentó el domingo por la mañana en su casa un tipo preguntando por él y ofreciéndole gozoso su ayuda para ayudarle a encontrar la paz espiritual. Pasó mucho tiempo pensando que le habían seguido y que le habían investigado para saber más de sus circunstancias, lo que no deja de inquietar. La verdadera historia es que en un momento de inspiración escribí una emocionante carta contando las distintas vicisitudes que encontraba el pobre Rubén en la sociedad actual y como su alma deseaba encontrar mejor fin, para lo cual solicitaba ayuda espiritual urgente, y daba sus datos personales, su edad, la dirección... la carta la mandé a la sede de los Testigos en España.
6-Esto es mal negocio. Pero lo reconozco, me he dormido en el trabajo. Hace años (¿tantos? puff) en una ocasión en la que había trasnochado por motivos que no recuerdo (si no, ya tendría resuelto el punto siete), aguanté hasta media mañana bastante bien. Luego, como no podía, cerré discretamente la puerta del despacho, eché el pestillo, y me pegué una tremenda siesta sentado en el escritorio hasta bien entrada la tarde. Cosas de aparentar formalidad, nadie se asombró de mi concentración.
7-Inconfesados son, al menos familiarmente, mis lesiones variadas. Luego con los años a los amigos se las he contado, pero a mi familia, nunca. Por ejemplo, que una mañana experimentado los mejores métodos de hacer hogueras en el jardín me salio ardiendo la mano derecha empapada en alcohol, y tuve que correr a la piscina para apagarla. Procuré ocultar el hecho, afortunadamente era verano y lo logré, pero pasé unos días durmiendo con la mano dentro de una olla con agua fría, porque el dolor de todas las yemas de los dedos con ampollas era insoportable. O que en otra ocasión me rajé completamente un rozo de oreja al escapar en bicicleta de unos amigos mientras jugábamos a policías y ladrones y tuve que pasarme una semana con un apaño a base de papel de aluminio y esparadrapo que tapaba con el pelo largo. O que me di un calambre con un flexo metálico que me quemó la mano derecha y me tuvo un día con un fuerte dolor en el pecho. O que pretendiendo mover yo solo una enorme librería de mi padre repleta de literatura médica me dio un tirón en la espalda que me hacía casi no poder ni moverme. O que dejé el hockey sobre patines porque en un partido me hicieron falta mediante una zancadilla con el stick agarrando un eje, que lo arrancó, y me hice polvo la rodilla durante meses, o... resumiendo, que nunca me ha gustado que nadie supiera cuando estaba malo o dolorido, salvo cuando no quería ir a clase por algún motivo.
8-Escribir, ya no escribo todas las noches. Pero imaginar, si. Salvo que esté tremendamente cansado, casi cada noche, al acostarme, tengo sesión de problemas. Desde hace años antes de dormir me planteo una situación de cualquier índole, desde un naufragio hasta una tarea de bricolaje, y procuro convencerme que soy capaz de resolverla paso a paso. Con todo el realismo del que soy capaz, teniendo en cuenta mi estado físico en ese momento (no vale imaginar que tengo superpoderes o que se hablar un idioma que no se) procuro ver la resolución de la situación. Algunas situaciones me duran semanas, bien por dormirme antes de resolverla, bien por encontrar pegas en las distintas soluciones que me propongo, y otras un solo día. Algunas asumo que son irresolubles con los medios de los que dispongo, y entonces voy buscando la ayuda mínima requerida. Otras incluso me incitan a documentarme de día para saber algo que me sirva de noche. He construido balsas con una cierta calidad, descendido desde distintas fachadas de las viviendas en las que dormía. Me he colado en edificios que conocía, desmontado cacharros electrónicos, inmovilizado animales escapados, realizado tareas de primeros auxilios. De todo. A veces he dado vueltas a escenas de películas buscando otras soluciones válidas para la acción. Incluso durante un tiempo algo particular, me dedicaba a jugar partidas de ajedrez mentales conmigo mismo, intentando posicionar las fichas sin error. Y algunos preguntan por qué no tengo nunca insomnio.
Y ahora aprovecho y le paso la vez al Sr. Fontana, a Polytika , a Morgana y Puri , a ver que nuevos secretos averiguamos.
Salud
1-Miento, miento cuando digo que me leo todo lo que cae en mis manos y que siempre termino todos los libros que empecé. Cierto es que me leo hasta la etiqueta del champú mientras me ducho, y que han pasado por mis manos todo tipo de bodrios infumables que gastaron un poco más mis ojos. Pero por más que lo intenté, por más que luché, jamás logré terminarme 'Agata ojo de gato', de Caballero de Bonald. Fue superior a mi. Y si me leí el código da Vinci. No me apasionó, pero me entretuvo.
2.-En alguna ocasión perdoné tarjetas al ser árbitro, de manera conciente. Siempre he dicho que perdonar tarjetas para compensar errores era doble error, y que había que ser completamente justo. Y que fui muy poco tarjetero y muy dialogante con los futbolistas. Pero en una ocasión no pude aguantarme. Había un chaval que protestaba todas las jugadas, y ya en una soltó 'Oye ¿te olvidaste las tarjetas en casa? Y se me cruzaron los cables. "no, mira, aquí las tengo" y le mostré la amarilla. Se quedó boquiabierto y se le escapó un "que cabrón" que merecía la expulsión. Pero me entró un inicio de ataque de risa y me hice el sordo. Le perdoné la roja.
3-Cambiaría la pluma por la guitarra con los ojos cerrados. O por el pincel. Pero sin duda el tener oído musical y poder tocar una guitarra me colmaría de placer. Y lo he intentado, ojo, pero intentar coordinar mi mano derecha con la izquierda y hacer algo con ritmo es superior a mi. Me encanta la música, pero no tengo oído musical ni sentido del ritmo, y sin embargo....
4-Durante un tiempo supe bailar bien el tango. Me apunté por un cúmulo de circunstancias a un curso de baile en el cual nada lograba entrar en mi nulo cerebro y mis dos pies izquierdos, salvo el tango, que parecía serme tan natural como respirar. Ya he olvidado absolutamente todo de como bailarlo, por cierto.
5-Rubén, fui yo. Nunca te lo he reconocido en público, fui yo. Hace años un amigo iba caminando relativamente cerca de su casa cuando dos mujeres le detuvieron con la intención de adoctrinarle en la fe de los testigos de Jehová. Estuvo aguantado como pudo el chaparrón, y finalmente pudo escapar porque cuando le enseñaron estampas campestres del paraíso, él preguntó por los cines y los bares, que sin eso no habría paraíso para él. Y sin embargo, el fin de semana siguiente se presentó el domingo por la mañana en su casa un tipo preguntando por él y ofreciéndole gozoso su ayuda para ayudarle a encontrar la paz espiritual. Pasó mucho tiempo pensando que le habían seguido y que le habían investigado para saber más de sus circunstancias, lo que no deja de inquietar. La verdadera historia es que en un momento de inspiración escribí una emocionante carta contando las distintas vicisitudes que encontraba el pobre Rubén en la sociedad actual y como su alma deseaba encontrar mejor fin, para lo cual solicitaba ayuda espiritual urgente, y daba sus datos personales, su edad, la dirección... la carta la mandé a la sede de los Testigos en España.
6-Esto es mal negocio. Pero lo reconozco, me he dormido en el trabajo. Hace años (¿tantos? puff) en una ocasión en la que había trasnochado por motivos que no recuerdo (si no, ya tendría resuelto el punto siete), aguanté hasta media mañana bastante bien. Luego, como no podía, cerré discretamente la puerta del despacho, eché el pestillo, y me pegué una tremenda siesta sentado en el escritorio hasta bien entrada la tarde. Cosas de aparentar formalidad, nadie se asombró de mi concentración.
7-Inconfesados son, al menos familiarmente, mis lesiones variadas. Luego con los años a los amigos se las he contado, pero a mi familia, nunca. Por ejemplo, que una mañana experimentado los mejores métodos de hacer hogueras en el jardín me salio ardiendo la mano derecha empapada en alcohol, y tuve que correr a la piscina para apagarla. Procuré ocultar el hecho, afortunadamente era verano y lo logré, pero pasé unos días durmiendo con la mano dentro de una olla con agua fría, porque el dolor de todas las yemas de los dedos con ampollas era insoportable. O que en otra ocasión me rajé completamente un rozo de oreja al escapar en bicicleta de unos amigos mientras jugábamos a policías y ladrones y tuve que pasarme una semana con un apaño a base de papel de aluminio y esparadrapo que tapaba con el pelo largo. O que me di un calambre con un flexo metálico que me quemó la mano derecha y me tuvo un día con un fuerte dolor en el pecho. O que pretendiendo mover yo solo una enorme librería de mi padre repleta de literatura médica me dio un tirón en la espalda que me hacía casi no poder ni moverme. O que dejé el hockey sobre patines porque en un partido me hicieron falta mediante una zancadilla con el stick agarrando un eje, que lo arrancó, y me hice polvo la rodilla durante meses, o... resumiendo, que nunca me ha gustado que nadie supiera cuando estaba malo o dolorido, salvo cuando no quería ir a clase por algún motivo.
8-Escribir, ya no escribo todas las noches. Pero imaginar, si. Salvo que esté tremendamente cansado, casi cada noche, al acostarme, tengo sesión de problemas. Desde hace años antes de dormir me planteo una situación de cualquier índole, desde un naufragio hasta una tarea de bricolaje, y procuro convencerme que soy capaz de resolverla paso a paso. Con todo el realismo del que soy capaz, teniendo en cuenta mi estado físico en ese momento (no vale imaginar que tengo superpoderes o que se hablar un idioma que no se) procuro ver la resolución de la situación. Algunas situaciones me duran semanas, bien por dormirme antes de resolverla, bien por encontrar pegas en las distintas soluciones que me propongo, y otras un solo día. Algunas asumo que son irresolubles con los medios de los que dispongo, y entonces voy buscando la ayuda mínima requerida. Otras incluso me incitan a documentarme de día para saber algo que me sirva de noche. He construido balsas con una cierta calidad, descendido desde distintas fachadas de las viviendas en las que dormía. Me he colado en edificios que conocía, desmontado cacharros electrónicos, inmovilizado animales escapados, realizado tareas de primeros auxilios. De todo. A veces he dado vueltas a escenas de películas buscando otras soluciones válidas para la acción. Incluso durante un tiempo algo particular, me dedicaba a jugar partidas de ajedrez mentales conmigo mismo, intentando posicionar las fichas sin error. Y algunos preguntan por qué no tengo nunca insomnio.
Y ahora aprovecho y le paso la vez al Sr. Fontana, a Polytika , a Morgana y Puri , a ver que nuevos secretos averiguamos.
Salud
jueves, julio 19, 2007
Siempre Granada
Hace meses estuve por última vez en Granada. Fueron unos días de trabajo y reencuentro con una ciudad que, con solo pisarla, produce en mí un letargo lúcido, un saber mirar distinto que el mirar por otras ciudades. Granada y yo somos amigos, ese tipo de amigos íntimos que lo son desde que se conocen, casi sin haber entablado conversación, con apenas haberse mirado. Muestra de ello fueron las descripciones que escribí de esos días en los que las pocas horas libres
llenaron más los días que las intensas horas de trabajo que volaron entre paseo y paseo.
Nunca conté nada del último día que estuve ahí, no sé porque. Tampoco sé porque lo hago ahora.
Afortunadamente pude terminar todas mis tareas a la hora de comer, y tenía por delante toda la tarde antes de marchar. Lo primero que quise hacer fue comer para no tener que preocuparme más de eso. Caminé mecánicamente hacia Plaza Nueva y entré en el primer sitio que me atrajo. El bar estaba casi vacío, y pude elegir una mesa vacía. Pedí y mientras esperaba ojeé un periódico local.
-¿Limpio señor?
Levanté la vista. El limpiabotas, un gitano viejo de edad imprecisa. Me miraba fijamente a los ojos.
-No, muchas gracias. Pero si le apetece comer algo, así no como solo.
-No le voy a decir que no.
Se sentó frente a mí dejando a un lado su pequeño maletín de madera. El camarero dudó antes de venir. No parecía feliz de verle sentado.
-¿Está de turismo, señor?
-No, por trabajo. Daniel. Es mi nombre.
-Natalio. Encantado.
Pidió poco de comer, no sé sí por prudencia o falta de ganas. Charló mucho, de manera agradable. Preguntó por Sevilla, donde nunca había estado. Contó de los tiempos de escasez. De su dolor de espalda. De toros. Del estirado del camarero, de la torre de la Vela. Terminó su comida entre tema y tema. Luego se despidió
-Ea, que ahora tengo que trabajar. ¿Seguro que no quiere que le limpie?.
-No gracias. Hasta otra.
-Adiós.
Yo aun tenía comida en el plato, y la terminé intentando rehacer los recuerdos que me había regalado. Luego pagué y una vez más intenté perderme. Calles casi vacías, había refrescado y amenazaba lluvia. Llegué a la plaza de los tilos y curiosee un rato por los callejones llenos de tiendas de artesanía. Unos minutos después atravesaba la Puerta de Elvira y antes de llegar al mismo sitio de mi almuerzo me desvié hacia el zoco que es la calle calderería. Supongo que años de venta enseñan que paseante puede comprar algo y cual solo busca mirar sin tocar. Ningún vendedor hizo ademán de convencerme de nada, y otros, en cambio, me saludaron con la cabeza al verme pasar. Quizás entendían la extraña alegría que me llenaba. Me paré a pensarlo mirando un espejo de artesanía, viéndome la cara de esa forma en que pocas veces que nos miramos y que nos demuestra que nuestro propio rostro es un desconocido para nosotros. Porque realmente no me había ocurrido nada especial que me alegrase, no había hecho más que observar a mi alrededor en los últimos días desde mi ventana de forastero. Y me sentía más vivo
que en años. Tenía esa vista aguda que te permite ver cada hoja de un árbol como algo con entidad propia. Cada chino de un empedrado, cada punto de un jersey. A unos metros empezaba una de las cuestas que llevaban al Albaizyn. Recordé lo que me habían comentado 'Si subes, a ver si eres capaz de hacerlo sin pararte a descansar' Y empecé sin saber en ningún caso que calle coger en cada bifurcación. Pronto me encontré con el primer Carmen, desgraciadamente cerrado. Desde lo alto del muro que lo cubría colgaban rosas. Levanté la vista intentado olerlas pese a estar algo más de un metro sobre mi alcancé, y justo entonces empezó a llover. Con gotas gruesas e insistentes que traían el olor de la tierra mojada hasta mi. Seguí subiendo y se cruzaron unos pocos turistas que corrían huyendo de la lluvia. Me dejaban a solas con las calles. Llegué al mirador de San Nicolás, completamente vacío. A mi izquierda la Alambra. A mis pies, Granada. A mi espalda las tremendas moles de Sierra Nevada. Las nubes venían de ahí y oscurecían el día aunque aun quedaban unas horas de luz. Un perro ladraba en algún sitio. Un perro y la lluvia era lo único que hacían algún ruido. El Darro, quizás, confundido con
la lluvia. Pero nada más. Ya estaba completamente empapado y el frío me obligó a moverme. Empecé a bajar al Sacromonte. Estaba salpicado de locales de flamenco y de una de ellos, asentado en una cueva, me llamaron.
-Eh, te vas a ahogar. Entra, hombre.
Me sorprendió escuchar una voz, absorto en mi fantasía de ciudad abandonada. Pero no me sorprendió que el que me llamase fuese el limpiabotas. Dentro había un calor agradable. En una esquina había una gran chimenea encendida. Varias mesas donde se charlaba y un guitarrista tocando en el escenario. Muy poca gente, y no parecía haber extranjeros.
-¡María, un caldito para el amigo! Le sentará bien. ¿A quien se le ocurre mojarse tanto?
-Se estaba tan bien sin bulla
-Claro. Venga, vamos a sentarnos.
Fuimos a una mesa con varios hombres. Me miraron, y él me señaló
-Aquí, un amigo
-Hola
Asintieron, hicieron sitio y siguieron charlando. De la desgracia de un tal Manuel, del guiri que intentó llevarse una guitarra. De la vida cotidiana. El caldo me reconfortó y pronto perdí el frío. Me hicieron alguna pregunta, me ofrecieron de beber. El guitarrista se sentó y empezaron a contar chistes. Noté por primera vez que junto a la chimenea había un anciano sentado. Muy consumido, vestido de negro, me miraba y sonreía. Me hizo un gesto para que me acercase.
-Sientate. ¿qué hacías ahí?
-Charlar. ¿Me estaba llamando?
-Claro, ¿No has venido?
-Si.
-Bueno, ¿que hacías?
-Charlaba. Natalio me invitó a entrar.
-Tu no charlabas. Tu estabas escuchando.
-Es que ellos hablaban, y como apenas los conozco, no sabía que decir.
-Ya. Eso es verdad. Pero solo a medias. Estabas guardando cosas.
-¿Yo? ¡que va! ¿quiere ver mis bolsillos?
-Jajaja. No, no te preocupes. Se que no robabas nada. Estabas guardando historias. Tu eres como yo. Un contador.
-¿Un contador?
-Si. desde que te he visto entrar lo he notado. He visto como mirabas. Estabas en esa mesa como podrías estar en una ventana. ¿verdad?
Asentí.
-¿Y a quien se las cuentas?
-A nadie. Yo no cuento historias. A veces las escribo.
-Ah. Un escritor. Yo no se escribir. ¿Y escribes muchos libros?
-Ninguno. No me dedico a eso. Y últimamente no escribo
-¿Qué? ¿Nadie te lo ha dicho?
-¿El qué?
-Espera
Me sujetó la cabeza con las dos manos, abarcándola por la frente. Parecía escuchar. Negó con la cabeza.
-¿Por qué no las cuentas?
-No se. Últimamente no tengo historias. No tengo ninguna nueva.
-Debes contarlas. Están ahí, ¿no las oyes? Pero no podrán salir. Saldrán de una en una, pero si alguna se atasca, hasta que no la saques no dejarásalir al resto. Y cuanto más esperes, más costará sacarlas.
-Pero si no tengo nada que contar.
-Siempre hay algo. Yo ahora mismo te podría contar cuando conocí al poeta. A Federico.
-¿Lorca? conoció a Lorca?
-¡Claro que no! ¿Cuantos años crees que tengo? Pero podría contártelo, y tu lo creerías, y a mi me quedaría sitio para otra historia más. ¿Acaso solo se pueden contar sucedidos? ¡Que aburrido eres! Creo que no eres muy bueno en esto. Pero si sigues guardando cosas ahí, y no las sacas, poco a poco se secará el agujero. Mira. Cuando me operaron de la garganta no pude hablar en
dos semanas. ¡Me subía por las paredes! imaginaba cosas que contarles a mis amigos, cuentos para los nietos. Al final solo pude simular que me dolía la espalda, para que aun sin hablar salieran cosas de aquí dentro. A ver. Cuéntame algo.
-¿El qué?
-¡Lo que quieras!
-Vale. Un momento. No se.
-Te saldrán bultos en la cabeza si no dejas de guardar cosas. Si bajas un poco hacia el Darro, ¿sabes como se llama ese sitio?
-No
-Paseo de los tristes. ¿Por qué?
-¿Paseo de los tristes? Pues no lo se. Pero cuando estaba en el mirador de San Nicolás y miraba hacia el Darro, mientras la lluvia me mojaba, me parecía que las montañas me recordaban que les prometí volver y que nunca lo hice, y por un momento la lluvia me pareció salada.
-¿Ves? ¡Si sabes hacerlo. Pero no quieres o no te atreves. Ven.
Se levantó y nos acercamos a la mesa. Todos nos miraban.
-El chaval os quiere contar una cosa.
Todos me miraban.
-Vereis. Cuando Natalio me dijo que entrase, yo estaba intentado encontrar un sitio. Una imagen. Un recuerdo. Hace un mes estaba en casa, buscando unos papeles, y encontré una vieja foto de mi abuelo. Una foto que no conocía, de él de joven. Él estaba acompañado, había un tipo al que no conocía a su lado. En sus manos tenía un cachorro de galgo. Entonces recordé un par de imágenes. Muy breves, confusas. La cabeza blanca de un perro oliendome. Mi abuelo riendo con alguien. Una casa. Y unas llaves de hierro que un día me dio poco antes de morir. "Devuélvelas", me dijo. Me tuve que sentar un poco mareado, porque el perro que yo recordaba era igual al de la foto, pero en la foto mi abuelo tendría la edad que yo tengo ahora. Volví a mirar la foto y usando una lupa creí ver las llaves colgando del cinturón del amigo de mi padre. Así que imaginé que era a él al que tenía que devolverla. Y lo único que sabía era que la foto tenía atrás un sello,
"Sánchez-Navarro, Granada". Busqué las llaves entre mis cosas, pedí unos días libres en el trabajo y vine aquí a investigar. Llevo dos semanas buscando, y mañana tenía que volver si no quería perder mi trabajo. No había encontrado nada. Pero cuando él me ha llamado, me ha dicho 'Yo a ti te conozco. Tus ojos me son familiares'. Y resulta que él es el amigo de mi abuelo. Las llaves son suyas. Me ha contado que eran de una casa donde se estuvo escondiendo después de la guerra, para que no lo mataran. Él se las prestó, y ahora yo se las devuelvo. Llevo buscándolo dos semana, pero ha sido gracias a Natalio que lo he encontrado, y que conozco por fin la
historia de como escapó mi abuelo. Un golpe de suerte.
Uno de los que me escuchaban preguntó
-Padre, nunca me contó que salvó a un payo. ¿Cómo fue eso?
-Ocurrió hace mucho. La culpa la tuvo el perro. Vereis...
Encadenamos historias un par de horas. Desgraciadamente no tenía más remedio que irme o perdería el tren de vuelta, así que tuve que despedirme. Hubo abrazos y alguna promesa de hermandad, ya que nuestras familias se salvaron mutuamente durante la guerra. El anciano, se agarró a mi brazo
-Te acompaño un poco
-Gracias.
Salimos. El olor a lluvia era muy fuerte. Las nubes hacía la tarde parecer mucho más de noche de lo que era.
-Vamos al paseo de los tristes
Caminamos a su ritmo un rato en silencio. Su paso no era rápido, pero
era firme. Llegamos al puente.
-Hijo, contar historias siempre tiene un precio. Ahora somos familia.
-Me salió sola.
-Claro. Así salen. De pronto te queman la nuca, te saltan de dentro y te piden salir. Y a veces cuando van de camino te das cuenta que lo que viene, duele, y lo empujas muy adentro. Y es peor, porque te van quemando. Tu cuéntalas siempre, aunque sea a un árbol o a un perro. Si tienes miedo de lo que cuentas, escríbelas en el suelo y vete despues. Pero cuentalas.
-Lo intentaré. Muchas gracias.
-Nada. Yo mismo hubiera acabado aplastado en tu cabezota si no te hubiera llamado. ¿O es que crees que no me hubieras visto y hubieras imaginado mil cosas sobre mi?
-Puede.
-Si. Ahora, ¿me devuelves las llaves?
Me reí.
-La próxima vez que venga a Granada traeré unas llaves que darle.
-Perfecto. Y llévate esto.- Se quitó un gastado anillo.- Un día deberías dárselo a un hijo tuyo, para que quiera venir a Granada a buscar a su familia inventada.- Sonreía.-Y no digas que no. A veces hay que poner en el mundo un poco de realidad inventada para facilitarnos el trabajo. Hacerles dudar de donde empieza lo que inventas y donde acaba lo que ven. ¿Contarás
esta conversación?
-Puede.
-¿Y no te inventarás algo?
-Seguro.
-Bien. Y sobre todo, saca todas las historias que guardas ahí dentro.
Me dio un cachete cariñoso y se empezó a ir. Se paró un momento
-Tu abuelo era un buen hombre.
Guiñó el ojo, y se fue riendo. Me dejó esa extraña sensación cuando descubres que el mundo está poblado de vidas desconocidas que desde antes de tu llegar se han ido desplegando, y que a veces por azar se cruzan contigo para nunca más volver a aparecer. Historias simultaneas a la tuya, contradictorias a veces. Pensé que quizás nunca más volvería a ver a ese hombre, y bajé lentamente el Darro viendo a los patos pasear por la orilla, sintiendo la lluvia caer de nuevo sobre mi, a ratos salada.
llenaron más los días que las intensas horas de trabajo que volaron entre paseo y paseo.
Nunca conté nada del último día que estuve ahí, no sé porque. Tampoco sé porque lo hago ahora.
Afortunadamente pude terminar todas mis tareas a la hora de comer, y tenía por delante toda la tarde antes de marchar. Lo primero que quise hacer fue comer para no tener que preocuparme más de eso. Caminé mecánicamente hacia Plaza Nueva y entré en el primer sitio que me atrajo. El bar estaba casi vacío, y pude elegir una mesa vacía. Pedí y mientras esperaba ojeé un periódico local.
-¿Limpio señor?
Levanté la vista. El limpiabotas, un gitano viejo de edad imprecisa. Me miraba fijamente a los ojos.
-No, muchas gracias. Pero si le apetece comer algo, así no como solo.
-No le voy a decir que no.
Se sentó frente a mí dejando a un lado su pequeño maletín de madera. El camarero dudó antes de venir. No parecía feliz de verle sentado.
-¿Está de turismo, señor?
-No, por trabajo. Daniel. Es mi nombre.
-Natalio. Encantado.
Pidió poco de comer, no sé sí por prudencia o falta de ganas. Charló mucho, de manera agradable. Preguntó por Sevilla, donde nunca había estado. Contó de los tiempos de escasez. De su dolor de espalda. De toros. Del estirado del camarero, de la torre de la Vela. Terminó su comida entre tema y tema. Luego se despidió
-Ea, que ahora tengo que trabajar. ¿Seguro que no quiere que le limpie?.
-No gracias. Hasta otra.
-Adiós.
Yo aun tenía comida en el plato, y la terminé intentando rehacer los recuerdos que me había regalado. Luego pagué y una vez más intenté perderme. Calles casi vacías, había refrescado y amenazaba lluvia. Llegué a la plaza de los tilos y curiosee un rato por los callejones llenos de tiendas de artesanía. Unos minutos después atravesaba la Puerta de Elvira y antes de llegar al mismo sitio de mi almuerzo me desvié hacia el zoco que es la calle calderería. Supongo que años de venta enseñan que paseante puede comprar algo y cual solo busca mirar sin tocar. Ningún vendedor hizo ademán de convencerme de nada, y otros, en cambio, me saludaron con la cabeza al verme pasar. Quizás entendían la extraña alegría que me llenaba. Me paré a pensarlo mirando un espejo de artesanía, viéndome la cara de esa forma en que pocas veces que nos miramos y que nos demuestra que nuestro propio rostro es un desconocido para nosotros. Porque realmente no me había ocurrido nada especial que me alegrase, no había hecho más que observar a mi alrededor en los últimos días desde mi ventana de forastero. Y me sentía más vivo
que en años. Tenía esa vista aguda que te permite ver cada hoja de un árbol como algo con entidad propia. Cada chino de un empedrado, cada punto de un jersey. A unos metros empezaba una de las cuestas que llevaban al Albaizyn. Recordé lo que me habían comentado 'Si subes, a ver si eres capaz de hacerlo sin pararte a descansar' Y empecé sin saber en ningún caso que calle coger en cada bifurcación. Pronto me encontré con el primer Carmen, desgraciadamente cerrado. Desde lo alto del muro que lo cubría colgaban rosas. Levanté la vista intentado olerlas pese a estar algo más de un metro sobre mi alcancé, y justo entonces empezó a llover. Con gotas gruesas e insistentes que traían el olor de la tierra mojada hasta mi. Seguí subiendo y se cruzaron unos pocos turistas que corrían huyendo de la lluvia. Me dejaban a solas con las calles. Llegué al mirador de San Nicolás, completamente vacío. A mi izquierda la Alambra. A mis pies, Granada. A mi espalda las tremendas moles de Sierra Nevada. Las nubes venían de ahí y oscurecían el día aunque aun quedaban unas horas de luz. Un perro ladraba en algún sitio. Un perro y la lluvia era lo único que hacían algún ruido. El Darro, quizás, confundido con
la lluvia. Pero nada más. Ya estaba completamente empapado y el frío me obligó a moverme. Empecé a bajar al Sacromonte. Estaba salpicado de locales de flamenco y de una de ellos, asentado en una cueva, me llamaron.
-Eh, te vas a ahogar. Entra, hombre.
Me sorprendió escuchar una voz, absorto en mi fantasía de ciudad abandonada. Pero no me sorprendió que el que me llamase fuese el limpiabotas. Dentro había un calor agradable. En una esquina había una gran chimenea encendida. Varias mesas donde se charlaba y un guitarrista tocando en el escenario. Muy poca gente, y no parecía haber extranjeros.
-¡María, un caldito para el amigo! Le sentará bien. ¿A quien se le ocurre mojarse tanto?
-Se estaba tan bien sin bulla
-Claro. Venga, vamos a sentarnos.
Fuimos a una mesa con varios hombres. Me miraron, y él me señaló
-Aquí, un amigo
-Hola
Asintieron, hicieron sitio y siguieron charlando. De la desgracia de un tal Manuel, del guiri que intentó llevarse una guitarra. De la vida cotidiana. El caldo me reconfortó y pronto perdí el frío. Me hicieron alguna pregunta, me ofrecieron de beber. El guitarrista se sentó y empezaron a contar chistes. Noté por primera vez que junto a la chimenea había un anciano sentado. Muy consumido, vestido de negro, me miraba y sonreía. Me hizo un gesto para que me acercase.
-Sientate. ¿qué hacías ahí?
-Charlar. ¿Me estaba llamando?
-Claro, ¿No has venido?
-Si.
-Bueno, ¿que hacías?
-Charlaba. Natalio me invitó a entrar.
-Tu no charlabas. Tu estabas escuchando.
-Es que ellos hablaban, y como apenas los conozco, no sabía que decir.
-Ya. Eso es verdad. Pero solo a medias. Estabas guardando cosas.
-¿Yo? ¡que va! ¿quiere ver mis bolsillos?
-Jajaja. No, no te preocupes. Se que no robabas nada. Estabas guardando historias. Tu eres como yo. Un contador.
-¿Un contador?
-Si. desde que te he visto entrar lo he notado. He visto como mirabas. Estabas en esa mesa como podrías estar en una ventana. ¿verdad?
Asentí.
-¿Y a quien se las cuentas?
-A nadie. Yo no cuento historias. A veces las escribo.
-Ah. Un escritor. Yo no se escribir. ¿Y escribes muchos libros?
-Ninguno. No me dedico a eso. Y últimamente no escribo
-¿Qué? ¿Nadie te lo ha dicho?
-¿El qué?
-Espera
Me sujetó la cabeza con las dos manos, abarcándola por la frente. Parecía escuchar. Negó con la cabeza.
-¿Por qué no las cuentas?
-No se. Últimamente no tengo historias. No tengo ninguna nueva.
-Debes contarlas. Están ahí, ¿no las oyes? Pero no podrán salir. Saldrán de una en una, pero si alguna se atasca, hasta que no la saques no dejarásalir al resto. Y cuanto más esperes, más costará sacarlas.
-Pero si no tengo nada que contar.
-Siempre hay algo. Yo ahora mismo te podría contar cuando conocí al poeta. A Federico.
-¿Lorca? conoció a Lorca?
-¡Claro que no! ¿Cuantos años crees que tengo? Pero podría contártelo, y tu lo creerías, y a mi me quedaría sitio para otra historia más. ¿Acaso solo se pueden contar sucedidos? ¡Que aburrido eres! Creo que no eres muy bueno en esto. Pero si sigues guardando cosas ahí, y no las sacas, poco a poco se secará el agujero. Mira. Cuando me operaron de la garganta no pude hablar en
dos semanas. ¡Me subía por las paredes! imaginaba cosas que contarles a mis amigos, cuentos para los nietos. Al final solo pude simular que me dolía la espalda, para que aun sin hablar salieran cosas de aquí dentro. A ver. Cuéntame algo.
-¿El qué?
-¡Lo que quieras!
-Vale. Un momento. No se.
-Te saldrán bultos en la cabeza si no dejas de guardar cosas. Si bajas un poco hacia el Darro, ¿sabes como se llama ese sitio?
-No
-Paseo de los tristes. ¿Por qué?
-¿Paseo de los tristes? Pues no lo se. Pero cuando estaba en el mirador de San Nicolás y miraba hacia el Darro, mientras la lluvia me mojaba, me parecía que las montañas me recordaban que les prometí volver y que nunca lo hice, y por un momento la lluvia me pareció salada.
-¿Ves? ¡Si sabes hacerlo. Pero no quieres o no te atreves. Ven.
Se levantó y nos acercamos a la mesa. Todos nos miraban.
-El chaval os quiere contar una cosa.
Todos me miraban.
-Vereis. Cuando Natalio me dijo que entrase, yo estaba intentado encontrar un sitio. Una imagen. Un recuerdo. Hace un mes estaba en casa, buscando unos papeles, y encontré una vieja foto de mi abuelo. Una foto que no conocía, de él de joven. Él estaba acompañado, había un tipo al que no conocía a su lado. En sus manos tenía un cachorro de galgo. Entonces recordé un par de imágenes. Muy breves, confusas. La cabeza blanca de un perro oliendome. Mi abuelo riendo con alguien. Una casa. Y unas llaves de hierro que un día me dio poco antes de morir. "Devuélvelas", me dijo. Me tuve que sentar un poco mareado, porque el perro que yo recordaba era igual al de la foto, pero en la foto mi abuelo tendría la edad que yo tengo ahora. Volví a mirar la foto y usando una lupa creí ver las llaves colgando del cinturón del amigo de mi padre. Así que imaginé que era a él al que tenía que devolverla. Y lo único que sabía era que la foto tenía atrás un sello,
"Sánchez-Navarro, Granada". Busqué las llaves entre mis cosas, pedí unos días libres en el trabajo y vine aquí a investigar. Llevo dos semanas buscando, y mañana tenía que volver si no quería perder mi trabajo. No había encontrado nada. Pero cuando él me ha llamado, me ha dicho 'Yo a ti te conozco. Tus ojos me son familiares'. Y resulta que él es el amigo de mi abuelo. Las llaves son suyas. Me ha contado que eran de una casa donde se estuvo escondiendo después de la guerra, para que no lo mataran. Él se las prestó, y ahora yo se las devuelvo. Llevo buscándolo dos semana, pero ha sido gracias a Natalio que lo he encontrado, y que conozco por fin la
historia de como escapó mi abuelo. Un golpe de suerte.
Uno de los que me escuchaban preguntó
-Padre, nunca me contó que salvó a un payo. ¿Cómo fue eso?
-Ocurrió hace mucho. La culpa la tuvo el perro. Vereis...
Encadenamos historias un par de horas. Desgraciadamente no tenía más remedio que irme o perdería el tren de vuelta, así que tuve que despedirme. Hubo abrazos y alguna promesa de hermandad, ya que nuestras familias se salvaron mutuamente durante la guerra. El anciano, se agarró a mi brazo
-Te acompaño un poco
-Gracias.
Salimos. El olor a lluvia era muy fuerte. Las nubes hacía la tarde parecer mucho más de noche de lo que era.
-Vamos al paseo de los tristes
Caminamos a su ritmo un rato en silencio. Su paso no era rápido, pero
era firme. Llegamos al puente.
-Hijo, contar historias siempre tiene un precio. Ahora somos familia.
-Me salió sola.
-Claro. Así salen. De pronto te queman la nuca, te saltan de dentro y te piden salir. Y a veces cuando van de camino te das cuenta que lo que viene, duele, y lo empujas muy adentro. Y es peor, porque te van quemando. Tu cuéntalas siempre, aunque sea a un árbol o a un perro. Si tienes miedo de lo que cuentas, escríbelas en el suelo y vete despues. Pero cuentalas.
-Lo intentaré. Muchas gracias.
-Nada. Yo mismo hubiera acabado aplastado en tu cabezota si no te hubiera llamado. ¿O es que crees que no me hubieras visto y hubieras imaginado mil cosas sobre mi?
-Puede.
-Si. Ahora, ¿me devuelves las llaves?
Me reí.
-La próxima vez que venga a Granada traeré unas llaves que darle.
-Perfecto. Y llévate esto.- Se quitó un gastado anillo.- Un día deberías dárselo a un hijo tuyo, para que quiera venir a Granada a buscar a su familia inventada.- Sonreía.-Y no digas que no. A veces hay que poner en el mundo un poco de realidad inventada para facilitarnos el trabajo. Hacerles dudar de donde empieza lo que inventas y donde acaba lo que ven. ¿Contarás
esta conversación?
-Puede.
-¿Y no te inventarás algo?
-Seguro.
-Bien. Y sobre todo, saca todas las historias que guardas ahí dentro.
Me dio un cachete cariñoso y se empezó a ir. Se paró un momento
-Tu abuelo era un buen hombre.
Guiñó el ojo, y se fue riendo. Me dejó esa extraña sensación cuando descubres que el mundo está poblado de vidas desconocidas que desde antes de tu llegar se han ido desplegando, y que a veces por azar se cruzan contigo para nunca más volver a aparecer. Historias simultaneas a la tuya, contradictorias a veces. Pensé que quizás nunca más volvería a ver a ese hombre, y bajé lentamente el Darro viendo a los patos pasear por la orilla, sintiendo la lluvia caer de nuevo sobre mi, a ratos salada.
domingo, junio 10, 2007
La Copa (antiguo)
Dormía anoche desde temprano. Desde mi habitación en la primera planta sentía vibraciones periódicas, lo noté al acostarme. El metro, supuse, o las obras cercanas que seguían de noche, espoleadas por plazos leoninos o electorales. Ese fue mi último pensamiento. En algún momento llamaron a la puerta con fuerza. Sobresaltado salté de la cama y abrí. Había un tipo alto, de chaqueta y corbata
-Vamos a tomar una copa- me dijo
-¿Disculpe? No le conozco.
-¿Y eso que importa? Le invito a una copa. Vístase.
-Se lo agradezco, pero no bebo
-No sea ridículo. Le espero en recepción.
Empecé a reaccionar tarde. Trenes, viajes, llamadas. Se puede tener jet-lag sin cambiar casi de ciudad. Cuando pensé en mandarle a la mierda ya estaba vestido. Miré con melancolía la cama deshecha, pero cuando salí de la habitación ya estaba preguntándome que demonios quería ese tipo. Me esperaba ojeando la publicidad del hotel, con visible impaciencia. Se despidió del recepcionista con un gesto de la mano y estaba en la calle sin apenas esperarme. Tuve que acelerar el paso para ponerme a su par. Caminaba con las manos en los bolsillos
-¿Tiene algún local preferido?
-No, no soy de aquí
Gruñó un poco. Callejeó decidido y antes de darme cuenta entrábamos en un pub solitario. Se acercó el camarero y le pidió un Ballantine's con agua. Yo pedí una tónica y me miró con sorna. En cuanto tuvo el vaso fue derecho a la mesa más alejada de la barra y se sentó, con la espalda en la pared. Levantó el vaso ligeramente, brindando, y en un segundo tenía la mitad en el estómago. Se quedó mirándome. Era un poco incómodo.
-¿Sabe?-me dijo- si a me sacaran de la cama sin avisar, me pediría algo más fuerte que una tónica.
-Seguramente. Yo, si sacara a alguien, le daría explicaciones pronto, para que no pensase que estoy loco.
-Jajaja. Ya veo. No tenía tiempo de buscar mucho. Ya sabe. Tenía que tirar por el camino rápido. La primera habitación que vi, la más cercana al ascensor. Eso es todo. En cualquier caso, no me creerá.
-¿Cómo?
-No me creerá. Y si me hubiera creído, no viene. Si yo le digo, 'amigo, usted no lo sabe, pero puede salvarme la vida', ¿Qué me dice?
-Que me cuente cómo. Que me diga por qué
-¿Por qué? ¡Y yo que se! Si lo supiera. Pero es cierto. Verá. Yo nací en Río Tinto, un pueblo de Huelva. También en Santiago de Compostela.
-¿También?
-Si. Ahora mismo, con usted, lo más correcto sería decir que en Santiago. Es lo que diría mi documentación si se la dejara ver. Pero es tan cierta una cosa como la otra.
-¿Un accidente del que salio por poco?
-Es usted un poco gilipollas, me temo. Que mala suerte. ¿Le parezco el tipo de persona que dice melodramáticamente 'he vuelto ha nacer' por salir de un coche estrellado? Le he dicho que he nacido en Huelva y en La Coruña.
-Pues tendrá que explicarse, porque no es algo muy normal.
-No, que yo sepa no. Le explico. Por un lado nací en Río Tinto. Una familia humilde. Éramos siete hermanos, dos hermanas y seis abortos que tuvo mi madre. Mi padre era minero, claro. Yo era el mayor, y él no quería que fuera a la mina. Así que cuando cumplí los catorce me puso de aprendiz de Juan Gómez, un herrero amigo suyo desde niño. La vida no era fácil entonces, ¿sabe?. Pero más o menos, íbamos tirando. El trabajo era duro pero me gustaba. Y no llevaba aun un año cuando llegó el tipejo ese a Sevilla. Queipo. No me mire así, ¿Quiere?
-Perdone
-Mi padre llegó a casa serio, nos besó a cada uno de nosotros, a mi madre, y el 27 de julio del 36 fue camino a Sevilla para tratar de evitar lo inevitable. Nunca volvió. En una carretera lo mataron a él y a todos los amigos. Paco, el primo del herrero llegó a casa a dar la noticia. Me puso la mano en el hombro 'Tu ya eres un hombre. ¿Te vienes a luchar con nosotros?' Me fui, claro. Mi madre no quiso, pero no pudo detenerme. Los siguientes meses los pasamos de guerrillas.
Vivíamos en la Sierra, pasábamos la frontera con Portugal y puteábamos a los civiles como podíamos. Aprendí a matar. No crea, se aprende fácil. Al cabo de un tiempo, en Valverde, una noche, me pegaron un tiro. Como dolía. Caí rodando por un montecillo, y cuando abrí los
ojos estaba en mi cama, en el centro de Santiago. Por que yo nací también hijo de un médico gallego. Tenía quince años y era buen estudiante. Y no entendía como podía haber soñado en una sola noche toda una vida.
-Vaya. Pero, en sueños las cosas son tan extrañas a veces, ¿no? se puede soñar que se va uno de un sitio y que se llega, que se es hombre y mujer...
-No era un sueño. Podía pensarlo, una pesadilla. Pero, dios mío, los detalles. Los recordaba tan vivamente como podía recordar lo que había hecho el día anterior. Las imágenes de mi memoria eran tan exactas... olores, personas, hechos... me atormentaron durante días. No se lo conté a nadie, por supuesto. Pero era algo demasiado vivido. Tardé en dejar de pensar en ello.
-¿Como lo hizo?
-El tiempo. En un mes apenas pensaba en ello y al cabo de medio año dudaba que hubiera ocurrido. Pero al cabo de un año, esa noche, ocurrió de nuevo. Abrí los ojos. Una bombilla débil iluminaba desde el techo. Intenté incorporarme y por un lado del cuerpo me quemó una herida agarrada con unos puntos demasiado tensos. Por el otro estaba atado a la cama. Jadeé de dolor y miedo. Entró un militar. '¿Dónde se esconde el Cerreño?'. Le ignoré. Me dio un fuerte golpe con el puño en la herida y tras chillar me puse a vomitar por el dolor. La sangre salía con fuerza. Me agarró del pelo y me aseguró "Vas a hablar, tu sabrás cuanto quieres sufrir antes de que te pegue un tiro". Cuando desperté esa mañana en Santiago me sentía enfermo. Me levanté la
camisa. Busqué la herida de bala, las marcas de cigarros, me palpé los dientes. Yo era él, en algún momento. Busqué papel, apunté todos los detalles que pude recordar y dediqué unos meses a investigar lo que pude. Las fechas coincidían con unas refriegas en la sierra de Huelva de unas guerrillas que se resistieron al golpe militar. Pero no sabía quien era yo. No logré averiguar que había sido de mí. Tuve que esperar un año para saber algo más. De nuevo desperté, esta esposado en una silla. Me estaban interrogando y tampoco hablé. Ni al año siguiente. Es curioso, pero se llega a aceptar todo, se aprende a vivir con lo más raro. Asumí que en diciembre tocaba sesión de historia y poco a poco fui viviendo los interrogatorios y torturas, la parodia de un juicio. Pero cuando veinticinco años después del primer sueño tocaba la sentencia, decidí que no quería saberlo. Esa noche me senté en el sofá, cogí un libro, traté de distraerme. Me empezó a
vencer el sueño. Puse música, intenté ver cine. Se abrió la puerta y entro un cura. "Hijo, ¿quieres confesarte?" "Claro, padre. Confieso que son todos unos cabrones, unos traidores y unos mierdas. Confieso que si pudiera seguiría en el monte pegando tiros". "Como quieras. Mañana te fusilan". Y desperté sudando. De eso hace un año.
-Entonces, ¿hoy es el día en que sueña?
-En que vivo, si. Hoy vivo en el pasado, y si quedase dormido, me hubieran matado.- Miró el reloj -Pero después de todos estos años, he conseguido escapar. Ya no tengo sueño.
Y se marchó, dejándome solo en la mesa, con la cuenta por pagar.
agosto 2006
Para Jdj, que me infectó en el gusto de leer sobre historia
-Vamos a tomar una copa- me dijo
-¿Disculpe? No le conozco.
-¿Y eso que importa? Le invito a una copa. Vístase.
-Se lo agradezco, pero no bebo
-No sea ridículo. Le espero en recepción.
Empecé a reaccionar tarde. Trenes, viajes, llamadas. Se puede tener jet-lag sin cambiar casi de ciudad. Cuando pensé en mandarle a la mierda ya estaba vestido. Miré con melancolía la cama deshecha, pero cuando salí de la habitación ya estaba preguntándome que demonios quería ese tipo. Me esperaba ojeando la publicidad del hotel, con visible impaciencia. Se despidió del recepcionista con un gesto de la mano y estaba en la calle sin apenas esperarme. Tuve que acelerar el paso para ponerme a su par. Caminaba con las manos en los bolsillos
-¿Tiene algún local preferido?
-No, no soy de aquí
Gruñó un poco. Callejeó decidido y antes de darme cuenta entrábamos en un pub solitario. Se acercó el camarero y le pidió un Ballantine's con agua. Yo pedí una tónica y me miró con sorna. En cuanto tuvo el vaso fue derecho a la mesa más alejada de la barra y se sentó, con la espalda en la pared. Levantó el vaso ligeramente, brindando, y en un segundo tenía la mitad en el estómago. Se quedó mirándome. Era un poco incómodo.
-¿Sabe?-me dijo- si a me sacaran de la cama sin avisar, me pediría algo más fuerte que una tónica.
-Seguramente. Yo, si sacara a alguien, le daría explicaciones pronto, para que no pensase que estoy loco.
-Jajaja. Ya veo. No tenía tiempo de buscar mucho. Ya sabe. Tenía que tirar por el camino rápido. La primera habitación que vi, la más cercana al ascensor. Eso es todo. En cualquier caso, no me creerá.
-¿Cómo?
-No me creerá. Y si me hubiera creído, no viene. Si yo le digo, 'amigo, usted no lo sabe, pero puede salvarme la vida', ¿Qué me dice?
-Que me cuente cómo. Que me diga por qué
-¿Por qué? ¡Y yo que se! Si lo supiera. Pero es cierto. Verá. Yo nací en Río Tinto, un pueblo de Huelva. También en Santiago de Compostela.
-¿También?
-Si. Ahora mismo, con usted, lo más correcto sería decir que en Santiago. Es lo que diría mi documentación si se la dejara ver. Pero es tan cierta una cosa como la otra.
-¿Un accidente del que salio por poco?
-Es usted un poco gilipollas, me temo. Que mala suerte. ¿Le parezco el tipo de persona que dice melodramáticamente 'he vuelto ha nacer' por salir de un coche estrellado? Le he dicho que he nacido en Huelva y en La Coruña.
-Pues tendrá que explicarse, porque no es algo muy normal.
-No, que yo sepa no. Le explico. Por un lado nací en Río Tinto. Una familia humilde. Éramos siete hermanos, dos hermanas y seis abortos que tuvo mi madre. Mi padre era minero, claro. Yo era el mayor, y él no quería que fuera a la mina. Así que cuando cumplí los catorce me puso de aprendiz de Juan Gómez, un herrero amigo suyo desde niño. La vida no era fácil entonces, ¿sabe?. Pero más o menos, íbamos tirando. El trabajo era duro pero me gustaba. Y no llevaba aun un año cuando llegó el tipejo ese a Sevilla. Queipo. No me mire así, ¿Quiere?
-Perdone
-Mi padre llegó a casa serio, nos besó a cada uno de nosotros, a mi madre, y el 27 de julio del 36 fue camino a Sevilla para tratar de evitar lo inevitable. Nunca volvió. En una carretera lo mataron a él y a todos los amigos. Paco, el primo del herrero llegó a casa a dar la noticia. Me puso la mano en el hombro 'Tu ya eres un hombre. ¿Te vienes a luchar con nosotros?' Me fui, claro. Mi madre no quiso, pero no pudo detenerme. Los siguientes meses los pasamos de guerrillas.
Vivíamos en la Sierra, pasábamos la frontera con Portugal y puteábamos a los civiles como podíamos. Aprendí a matar. No crea, se aprende fácil. Al cabo de un tiempo, en Valverde, una noche, me pegaron un tiro. Como dolía. Caí rodando por un montecillo, y cuando abrí los
ojos estaba en mi cama, en el centro de Santiago. Por que yo nací también hijo de un médico gallego. Tenía quince años y era buen estudiante. Y no entendía como podía haber soñado en una sola noche toda una vida.
-Vaya. Pero, en sueños las cosas son tan extrañas a veces, ¿no? se puede soñar que se va uno de un sitio y que se llega, que se es hombre y mujer...
-No era un sueño. Podía pensarlo, una pesadilla. Pero, dios mío, los detalles. Los recordaba tan vivamente como podía recordar lo que había hecho el día anterior. Las imágenes de mi memoria eran tan exactas... olores, personas, hechos... me atormentaron durante días. No se lo conté a nadie, por supuesto. Pero era algo demasiado vivido. Tardé en dejar de pensar en ello.
-¿Como lo hizo?
-El tiempo. En un mes apenas pensaba en ello y al cabo de medio año dudaba que hubiera ocurrido. Pero al cabo de un año, esa noche, ocurrió de nuevo. Abrí los ojos. Una bombilla débil iluminaba desde el techo. Intenté incorporarme y por un lado del cuerpo me quemó una herida agarrada con unos puntos demasiado tensos. Por el otro estaba atado a la cama. Jadeé de dolor y miedo. Entró un militar. '¿Dónde se esconde el Cerreño?'. Le ignoré. Me dio un fuerte golpe con el puño en la herida y tras chillar me puse a vomitar por el dolor. La sangre salía con fuerza. Me agarró del pelo y me aseguró "Vas a hablar, tu sabrás cuanto quieres sufrir antes de que te pegue un tiro". Cuando desperté esa mañana en Santiago me sentía enfermo. Me levanté la
camisa. Busqué la herida de bala, las marcas de cigarros, me palpé los dientes. Yo era él, en algún momento. Busqué papel, apunté todos los detalles que pude recordar y dediqué unos meses a investigar lo que pude. Las fechas coincidían con unas refriegas en la sierra de Huelva de unas guerrillas que se resistieron al golpe militar. Pero no sabía quien era yo. No logré averiguar que había sido de mí. Tuve que esperar un año para saber algo más. De nuevo desperté, esta esposado en una silla. Me estaban interrogando y tampoco hablé. Ni al año siguiente. Es curioso, pero se llega a aceptar todo, se aprende a vivir con lo más raro. Asumí que en diciembre tocaba sesión de historia y poco a poco fui viviendo los interrogatorios y torturas, la parodia de un juicio. Pero cuando veinticinco años después del primer sueño tocaba la sentencia, decidí que no quería saberlo. Esa noche me senté en el sofá, cogí un libro, traté de distraerme. Me empezó a
vencer el sueño. Puse música, intenté ver cine. Se abrió la puerta y entro un cura. "Hijo, ¿quieres confesarte?" "Claro, padre. Confieso que son todos unos cabrones, unos traidores y unos mierdas. Confieso que si pudiera seguiría en el monte pegando tiros". "Como quieras. Mañana te fusilan". Y desperté sudando. De eso hace un año.
-Entonces, ¿hoy es el día en que sueña?
-En que vivo, si. Hoy vivo en el pasado, y si quedase dormido, me hubieran matado.- Miró el reloj -Pero después de todos estos años, he conseguido escapar. Ya no tengo sueño.
Y se marchó, dejándome solo en la mesa, con la cuenta por pagar.
agosto 2006
Para Jdj, que me infectó en el gusto de leer sobre historia
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