Hace ¿Un mes? Me desperté, salté de la cama y pisé al gato. No, no fue fuerte, a decir verdad, casi le pisé, pero es que yo no tengo gato, ¿cómo iba a saber que estaba allí? Tras la sorpresa de despertarme y casi pisar un desconocido gato, vino la curiosidad. La ventana estaba cerrada, y la puerta. Y el gato, friolero, había subido a mi cama y buscaba acomodarse entre las mantas. Lo cogí y se dejó. ¿Qué tipo de broma era esa? Zalamero, se puso a ronronear. Le di leche y le puse de patitas en la calle. "Aquí no viven gatos", le dije.
La tarde siguiente casi me sobresalté al verle salir de la cocina, tranquilo y confiado. Lo vi pasar de refilón, y si no lo conociese, quizás me hubiera impresionado. ¿Había vuelto? ¿Y por donde entró? Esta vez no le di leche, que no se tomase confianzas, y le puse de patitas en la calle. Siguió entrando, el malvado. Era inquietante. ¿Qué ventana o puerta cerraba mal? Y yo no tengo chimenea. Se lo comentaba a Sara, buena amiga.
- Y entra cuando quiere, quien sabe por donde, para pasearse por mi casa o dormir un rato.
- ¿Y que mas te da? Animalito.
Ella lo veía gracioso. El animalito me había cogido cariño.
- Así no estarás solo.
Y fácil, lo veía fácil. ¿Era el problema que un simpático gato viviese conmigo o que algo pudiese entrar en mi casa a placer, sin que yo supiese por donde? Era que el simpático gato viviese conmigo, claro.
Leía una tarde, tumbado en el sofá, y de quien sabe que esquina saltó sobre mi estomago, y quiso jugar con mi libro. Me tuve que poner serio.
- ¡Eh! ¡Seamos serios! ¿Vale?
Paró de soltar zarpazos al libro.
- Vale. Bien que entres a placer. Bueno, lo entiendo, se está bien aquí. Que no entiendas que "de patitas en la calle" es que no te quiero aquí y no un "hasta luego cariño. Vuelve pronto". Pero déjame descansar ¿De acuerdo?
No se si me entendió. Dejó el libro y se fue al servicio, a desparramarme el papel higiénico por el suelo.
- Lo que tienes que hacer es ponerle un ovillo de lana. El pobre se aburre.
Sara es un pozo de sabiduría. Practicaba el pensamiento lógico con pericia, y descartaba las partes superfluas del problema con naturalidad. Que no lo quisiese conmigo, fuera. Que tuviese pase VIP, que me desparramase el papel higiénico, que maullara pidiendo leche, que no me dejase leer, todo eso descartado. "Esto, esto, y esto, se van", como decíamos cuando niños con las ecuaciones. La x era que el animalito se aburría.
Vinieron unos amigos a casa, y cuando estabamos sentados, hablando, noté que uno de ellos le tenía sobre las rodillas acariciándolo.
- ¡Qué bonito es tu gato!
El animal era bonito, si. Atigrado, elegante, y si le dejaba, cariñoso. Pero no era mi gato.
- No es mi gato.
- Vive contigo. Es tu gato.
- Déjale tu tarjeta de visita, quizás te prefiera.
Le puse de patitas en la calle. Al gato, no al amigo. Aun me llamaron, medio en broma, cruel. Hubo quien se sorprendía.
- Pero si es muy fácil. Dale dos patadas y listo.
Yo no podía hacer eso, claro. ¿Le iba a hacer daño? A fin de cuentas, pobre gato. Solo quería que cuando yo le pusiese de patitas en la calle, él no volviese. Pensé entonces en el amigo que me dijo que el gato era bonito. Podía regalarlo. Técnicamente, regalarlo implicaba decir que era mío, y que traspasaba su propiedad, pero esperaba que nadie se diera cuenta. Imposible. De pronto nadie podía tener un gato en su casa. Aunque, a fin de cuentas, estaba seguro que aunque lo diese, volvería a mi casa. Otra solución era hacer mi casa menos cómoda. Abrir todas las ventanas en pleno invierno, o poner el aire acondicionado a tope. Que dijese "aquí no se está bien". Pero yo también lo pasaría mal, y eso era absurdo. Si al menos supiese por donde entraba el gato... Ya le tenía que hablar, estaba como loco.
- Oye, creo que yo también tengo que decidir, ¿no? ¿O es que yo no pinto nada en decidir con quien vivo?
Me ignoró soberanamente, se tumbó junto al radiador. Hacía frío y no le puse de patitas en la calle, pero me puse a pensar. Él me había adoptado a mi. ¿Tenía derecho? Realmente, el mismo que yo para adoptarlo a él, o a cualquier bicho que eligiese. Lo único que tenía a mi favor era que yo pagaba las facturas, pero salvo lo que yo le daba de cuando en cuando, él nunca parecía necesitar alimento, y siquiera tenía cajón de arena. Molestaba menos que mucha gente que conocía. ¿Era orgullo lo que me impedía aceptarlo? Me fui a una tienda de animales. Compré una caja de arena, y una cestita. Cuando llegué a casa, el gato ya no estaba. Por supuesto, no volvió nunca más, y en el fondo de un armario guardo sus cosas, aun sin abrir. Por pereza, por si acaso fuera a volver... que se yo. Supongo que por pereza. Porque seguro que ahora no querrá volver.
(Año ¿1995?)
jueves, septiembre 02, 2004
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