lunes, septiembre 10, 2007

El Pinar

Aparecieron frente a mi donde no debían estar. Sin un sentido lógico, sin un aviso, y con un evidente desprecio por el tiempo, la cronología. ¿Cómo iban a estar ahí? ¿Cómo podían ser tan viejas entonces? Ni por supuesto tenían mucho sentido mi preocupación, diréis. Puede ser, claro. Pero si me explico con más cuidado a lo mejor lo veis como lo vi yo. Llevaría una semana aproximadamente en ese lugar. Suelo ir al menos una vez al año, pero esa pequeña sierra, esos pinares no me eran tan conocidos. Fue una tarde de aburrimiento, calor y nubes rasgadas lo que me llevó a subir hacia la torre, la cual no visitaba desde que era un niño. Recordaba brumosamente ese día. Subimos desde la carretera, pues fuimos en coche hasta allí. Luego comenzamos a seguir un senderito y atravesamos un cortafuego pasando sobre un tronco caído. Se me hacía difícil pasar por algunos sitios, y me sorprendí bastante cuando al levantar la vista hallé la torre junto a mi. Poco más recuerdo de entonces. Recuerdo, eso si, que llevaba prismáticos y miré de lejos a la gente que había abajo, cerca de una ermita. Nunca esos prismáticos habían servido fuera de la ciudad, y parecían mejores allí arriba. Bajamos muy rápido y estuvimos en el coche antes de darme cuenta.
La segunda visita fue distinta. Primero, porque no fui en coche, y el camino no era tan corto así. Recorrí la carretera curioso por la zona semipantanosa que había a ambos lados. Y cuando me pareció bien, comencé a ascender sin utilizar caminos, por donde mejor (o peor) me parecía. Aun veía señales del incendio que unos años antes había diezmado los pinares, y recordé el cortafuegos lleno de maleza seca y atravesado por un tronco. Ahora no atravesé ninguno, y cuando llegué a una zona plana, la torre quedaba muy al este. No me era difícil darme cuenta, pues había visto amanecer muchas veces desde la playa, y ahora el sol quedaba a mi espalda. Con calma hice el camino, y no me parecía familiar lo que veía. La misma torre parecía haber menguado con los años. Sin embargo, la vista seguía igual, todo el horizonte atravesado por mar. Supieron encontrar un buen sitio para erigirla. Aun quedaba bastante tiempo para la noche, y quise avanzar por donde no pude la primera vez. Estuve un par de horas entre los árboles y subí a ver enrojecer el mar. Tras ello, volví a casa. No ocurrió nada más, pero había sido una tarde agradable. Volví a hacer visitas a los pinares en días sucesivos. A veces desde la carretera, y otras atacaba la subida desde las dunas, y una vez, incluso, quise intentar hacerlo desde la ciénaga. Desistí tras comprobar la profundidad, pero también fue divertido. Pronto había zonas muy familiares para mi allí arriba. Realmente, no era todo tan amplio como parecía, una vez se conocía.
Una tarde, sin embargo, ocurrió lo que contaba al principio. Llevaría ¿dos días? Sin visitar ese sitio. Y al ir acercándome creí vislumbrar algo sorprendente. Sorprendente fue, de hecho, que fuera exactamente lo que creía que era. Una enorme verja de hierro. Grande, vieja, enrabietada de pinchos por arriba, con adornos uniendo los barrotes, con un cerrojo de llave antiguo, cerrado. La verja estaba clavada en el suelo por dos pilares, y no tenía ningún muro que la arropase. ¿Qué de donde había salido Eso quise saber yo. Cómo en dos días alguien había decidido poner esa verja allí. La rodeé con cautela, ¿qué guardaría detrás? Nada, claro. Era una puerta cerrada a ningún sitio. ¿Qué significado tenía? Era una verja estupenda para un caserón antiguo, puede que victoriano. Podía incluirlo sin dificultad en media docena de contextos sin parpadear. Pero clavado en mitad de una pequeña sierra, entre pinos jóvenes, siendo fácilmente rodeada para llegar a su otro lado y comprobar su inutilidad, no me convencía. ¿Sería eso? ¿Alguien la había plantado allí por eso? Como símbolo de inutilidad. Inutilidad ¿de qué? ¿De las puertas en general? ¿De la civilización actual? Un monumento al absurdo, algo dadaísta. En mi curiosidad, en mi perplejidad, esas divagaciones fueron muy rápidas. Probablemente hubo más, pero son las que quedaron. Me fui.
Pero volví, claro. ¿Cómo no iba a volver? Y preparado. Ese día, el siguiente al hallazgo, fui por el camino más fácil, el más rápido. La verja seguía igual de absurda allí plantada. Durante la noche me había maldecido por no haber prestado mayor atención en buscar un llamador. Si, un llamador. Uno de esos con un puño sujetando una bola, o una cadenita de campana. No me había fijado. Pensaba en ver como nada ocurriría si llamaba. Pero me llevé una desilusión. No había. En cualquier caso, iba a tratar de cumplir la segunda parte de mi plan. De mi mochila saqué herramientas: destornillador, lubricante, punzón... todo. Primero lubriqué la cerradura, que tenía pinta de no pasar su mejor momento. Luego comencé a tratar de abrirla. El primer día había seguido sin pensar el ejemplo de Alejandro Magno y su nudo gordiano. Pero ese probablemente no era mi estilo. Yo tenía que atravesar esas puertas abriéndolas. No quería romper la cerradura, y eso hacía más difícil todo. Era una puerta inútil, ¿verdad? Y no cerraba nada ¿verdad? Por tanto era inútil el esfuerzo para abrirla. Claro que sería inútil, pero era lo que yo quería. No podía dejar de desearlo. Los seguros de la cerradura eran buenos, y a medida que uno era burlado, otro de otra zona a menudo volvía a su posición. Ya sudaba, no era ni mucho menos una cerradura mala. Antigua, pero efectiva. Casi una hora tardé en sentir como el cierre finalmente accedía a abrirse. Descorrí el cerrojo, que chirrió, y empujando la verja, la abrí de par en par. Miré a ambas partes, y lentamente traspasé el umbral. Estaba en el otro lado. Recogí las herramientas y me fui dejando abiertas las puertas. ¿Qué había cambiado? Nada.
Toda la semana siguiente estuvo ocupada lejos de los pinares. Creo que tampoco tenía mucho que hacer ahí. Ya estaba muy cercano el día en que volvería a mi ciudad, y tardaría seguramente un año en volver. El último día que podía usar para subir en ese verano, llovía. No con fuerza, pero lo hacía. El mar había amanecido plomizo y la lluvia fina refrescaba todo. El suelo exhalaba un leve polvo al caer las gotas. Subí por el camino que llevaba hasta la torre. Allí el mar ya no parecía plomo, sino alpaca labrada. El sol no lograba brillar. Recorrí lentamente el trayecto que me separaba de la verja. ¿Qué quería de ella? Nada, supongo. Y nada podía tomar. Ya no estaba. Se había ido igual que llegó. El suelo no mostraba señales de los pilares, y sólo mis recuerdos y la maleza quebrada por abrir las puertas sugería la existencia en algún momento de mi vida de una puerta cerrada a ninguna parte.