jueves, julio 19, 2007

Siempre Granada

    Hace meses estuve por última vez en Granada. Fueron unos días de trabajo y reencuentro con una ciudad que, con solo pisarla, produce en mí un letargo lúcido, un saber mirar distinto que el mirar por otras ciudades. Granada y yo somos amigos, ese tipo de amigos íntimos que lo son desde que se conocen, casi sin haber entablado conversación, con apenas haberse mirado. Muestra de ello fueron las descripciones que escribí de esos días en los que las pocas horas libres
llenaron más los días que las intensas horas de trabajo que volaron entre paseo y paseo.

Nunca conté nada del último día que estuve ahí, no sé porque. Tampoco sé porque lo hago ahora.

Afortunadamente pude terminar todas mis tareas a la hora de comer, y tenía por delante toda la tarde antes de marchar. Lo primero que quise hacer fue comer para no tener que preocuparme más de eso. Caminé mecánicamente hacia Plaza Nueva y entré en el primer sitio que me atrajo. El bar estaba casi vacío, y pude elegir una mesa vacía. Pedí y mientras esperaba ojeé un periódico local.

-¿Limpio señor?

Levanté la vista. El limpiabotas, un gitano viejo de edad imprecisa. Me miraba fijamente a los ojos.

-No, muchas gracias. Pero si le apetece comer algo, así no como solo.
-No le voy a decir que no.

Se sentó frente a mí dejando a un lado su pequeño maletín de madera. El camarero dudó antes de venir. No parecía feliz de verle sentado.

-¿Está de turismo, señor?
-No, por trabajo. Daniel. Es mi nombre.
-Natalio. Encantado.
 
   Pidió poco de comer, no sé sí por prudencia o falta de ganas. Charló mucho, de manera agradable. Preguntó por Sevilla, donde nunca había estado. Contó de los tiempos de escasez. De su dolor de espalda. De toros. Del estirado del camarero, de la torre de la Vela. Terminó su comida entre tema y tema. Luego se despidió

-Ea, que ahora tengo que trabajar. ¿Seguro que no quiere que le limpie?.
-No gracias. Hasta otra.
-Adiós.

Yo aun tenía comida en el plato, y la terminé intentando rehacer los recuerdos que me había regalado. Luego pagué y una vez más intenté perderme. Calles casi vacías, había refrescado y amenazaba lluvia. Llegué a la plaza de los tilos y curiosee un rato por los callejones llenos de tiendas de artesanía. Unos minutos después atravesaba la Puerta de Elvira y antes de llegar al mismo sitio de mi almuerzo me desvié hacia el zoco que es la calle calderería. Supongo que años de venta enseñan que paseante puede comprar algo y cual solo busca mirar sin tocar. Ningún vendedor hizo ademán de convencerme de nada, y otros, en cambio, me saludaron con la cabeza al verme pasar. Quizás entendían la extraña alegría que me llenaba. Me paré a pensarlo mirando un espejo de artesanía, viéndome la cara de esa forma en que pocas veces que nos miramos y que nos demuestra que nuestro propio rostro es un desconocido para nosotros. Porque realmente no me había ocurrido nada especial que me alegrase, no había hecho más que observar a mi alrededor en los últimos días desde mi ventana de forastero. Y me sentía más vivo
que en años. Tenía esa vista aguda que te permite ver cada hoja de un árbol como algo con entidad propia. Cada chino de un empedrado, cada punto de un jersey. A unos metros empezaba una de las cuestas que llevaban al Albaizyn. Recordé lo que me habían comentado 'Si subes, a ver si eres capaz de hacerlo sin pararte a descansar' Y empecé sin saber en ningún caso que calle coger en cada bifurcación. Pronto me encontré con el primer Carmen, desgraciadamente cerrado. Desde lo alto del muro que lo cubría colgaban rosas. Levanté la vista intentado olerlas pese a estar algo más de un metro sobre mi alcancé, y justo entonces empezó a llover. Con gotas gruesas e insistentes que traían el olor de la tierra mojada hasta mi. Seguí subiendo y se cruzaron unos pocos turistas que corrían huyendo de la lluvia. Me dejaban a solas con las calles. Llegué al mirador de San Nicolás, completamente vacío. A mi izquierda la Alambra. A mis pies, Granada. A mi espalda las tremendas moles de Sierra Nevada. Las nubes venían de ahí y oscurecían el día aunque aun quedaban unas horas de luz. Un perro ladraba en algún sitio. Un perro y la lluvia era lo único que hacían algún ruido. El Darro, quizás, confundido con
la lluvia. Pero nada más. Ya estaba completamente empapado y el frío me obligó a moverme. Empecé a bajar al Sacromonte. Estaba salpicado de locales de flamenco y de una de ellos, asentado en una cueva, me llamaron.

-Eh, te vas a ahogar. Entra, hombre.

Me sorprendió escuchar una voz, absorto en mi fantasía de ciudad abandonada. Pero no me sorprendió que el que me llamase fuese el limpiabotas. Dentro había un calor agradable. En una esquina había una gran chimenea encendida. Varias mesas donde se charlaba y un guitarrista tocando en el escenario. Muy poca gente, y no parecía haber extranjeros.

-¡María, un caldito para el amigo! Le sentará bien. ¿A quien se le ocurre mojarse tanto?
-Se estaba tan bien sin bulla
-Claro. Venga, vamos a sentarnos.

Fuimos a una mesa con varios hombres. Me miraron, y él me señaló

-Aquí, un amigo
-Hola

Asintieron, hicieron sitio y siguieron charlando. De la desgracia de un tal Manuel, del guiri que intentó llevarse una guitarra. De la vida cotidiana. El caldo me reconfortó y pronto perdí el frío. Me hicieron alguna pregunta, me ofrecieron de beber. El guitarrista se sentó y empezaron a contar chistes. Noté por primera vez que junto a la chimenea había un anciano sentado. Muy consumido, vestido de negro, me miraba y sonreía. Me hizo un gesto para que me acercase.

-Sientate. ¿qué hacías ahí?
-Charlar. ¿Me estaba llamando?
-Claro, ¿No has venido?
-Si.
-Bueno, ¿que hacías?
-Charlaba. Natalio me invitó a entrar.
-Tu no charlabas. Tu estabas escuchando.
-Es que ellos hablaban, y como apenas los conozco, no sabía que decir.
-Ya. Eso es verdad. Pero solo a medias. Estabas guardando cosas.
-¿Yo? ¡que va! ¿quiere ver mis bolsillos?
-Jajaja. No, no te preocupes. Se que no robabas nada. Estabas guardando historias. Tu eres como yo. Un contador.
-¿Un contador?
-Si. desde que te he visto entrar lo he notado. He visto como mirabas. Estabas en esa mesa como podrías estar en una ventana. ¿verdad?
Asentí.
-¿Y a quien se las cuentas?
-A nadie. Yo no cuento historias. A veces las escribo.
-Ah. Un escritor. Yo no se escribir. ¿Y escribes muchos libros?
-Ninguno. No me dedico a eso. Y últimamente no escribo
-¿Qué? ¿Nadie te lo ha dicho?
-¿El qué?
-Espera
Me sujetó la cabeza con las dos manos, abarcándola por la frente. Parecía escuchar. Negó con la cabeza.
-¿Por qué no las cuentas?
-No se. Últimamente no tengo historias. No tengo ninguna nueva.
-Debes contarlas. Están ahí, ¿no las oyes? Pero no podrán salir. Saldrán de una en una, pero si alguna se atasca, hasta que no la saques no dejarásalir al resto. Y cuanto más esperes, más costará sacarlas.
-Pero si no tengo nada que contar.
-Siempre hay algo. Yo ahora mismo te podría contar cuando conocí al poeta. A Federico.
-¿Lorca? conoció a Lorca?
-¡Claro que no! ¿Cuantos años crees que tengo? Pero podría contártelo, y tu lo creerías, y a mi me quedaría sitio para otra historia más. ¿Acaso solo se pueden contar sucedidos? ¡Que aburrido eres! Creo que no eres muy bueno en esto. Pero si sigues guardando cosas ahí, y no las sacas, poco a poco se secará el agujero. Mira. Cuando me operaron de la garganta no pude hablar en
dos semanas. ¡Me subía por las paredes! imaginaba cosas que contarles a mis amigos, cuentos para los nietos. Al final solo pude simular que me dolía la espalda, para que aun sin hablar salieran cosas de aquí dentro. A ver. Cuéntame algo.
-¿El qué?
-¡Lo que quieras!
-Vale. Un momento. No se.
-Te saldrán bultos en la cabeza si no dejas de guardar cosas. Si bajas un poco hacia el Darro, ¿sabes como se llama ese sitio?
-No
-Paseo de los tristes. ¿Por qué?
-¿Paseo de los tristes? Pues no lo se. Pero cuando estaba en el mirador de San Nicolás y miraba hacia el Darro, mientras la lluvia me mojaba, me parecía que las montañas me recordaban que les prometí volver y que nunca lo hice, y por un momento la lluvia me pareció salada.
-¿Ves? ¡Si sabes hacerlo. Pero no quieres o no te atreves. Ven.
Se levantó y nos acercamos a la mesa. Todos nos miraban.
-El chaval os quiere contar una cosa.
Todos me miraban.
-Vereis. Cuando Natalio me dijo que entrase, yo estaba intentado encontrar un sitio. Una imagen. Un recuerdo. Hace un mes estaba en casa, buscando unos papeles, y encontré una vieja foto de mi abuelo. Una foto que no conocía, de él de joven. Él estaba acompañado, había un tipo al que no conocía a su lado. En sus manos tenía un cachorro de galgo. Entonces recordé un par de imágenes. Muy breves, confusas. La cabeza blanca de un perro oliendome. Mi abuelo riendo con alguien. Una casa. Y unas llaves de hierro que un día me dio poco antes de morir. "Devuélvelas", me dijo. Me tuve que sentar un poco mareado, porque el perro que yo recordaba era igual al de la foto, pero en la foto mi abuelo tendría la edad que yo tengo ahora. Volví a mirar la foto y usando una lupa creí ver las llaves colgando del cinturón del amigo de mi padre. Así que imaginé que era a él al que tenía que devolverla. Y lo único que sabía era que la foto tenía atrás un sello,
"Sánchez-Navarro, Granada". Busqué las llaves entre mis cosas, pedí unos días libres en el trabajo y vine aquí a investigar. Llevo dos semanas buscando, y mañana tenía que volver si no quería perder mi trabajo. No  había encontrado nada. Pero cuando él me ha llamado, me ha dicho 'Yo a ti te conozco. Tus ojos me son familiares'. Y resulta que él es el amigo de mi abuelo. Las llaves son suyas. Me ha contado que eran de una casa donde se estuvo escondiendo después de la guerra, para que no lo mataran. Él se las prestó, y ahora yo se las devuelvo. Llevo buscándolo dos semana, pero ha sido gracias a Natalio que lo he encontrado, y que conozco por fin la
historia de como escapó mi abuelo. Un golpe de suerte.

Uno de los que me escuchaban preguntó
-Padre, nunca me contó que salvó a un payo. ¿Cómo fue eso?
-Ocurrió hace mucho. La culpa la tuvo el perro. Vereis...

Encadenamos historias un par de horas. Desgraciadamente no tenía más remedio que irme o perdería el tren de vuelta, así que tuve que despedirme. Hubo abrazos y alguna promesa de hermandad, ya que nuestras familias se salvaron mutuamente durante la guerra. El anciano, se agarró a mi brazo
-Te acompaño un poco
-Gracias.
Salimos. El olor a lluvia era muy fuerte. Las nubes hacía la tarde parecer mucho más de noche de lo que era.
-Vamos al paseo de los tristes
Caminamos a su ritmo un rato en silencio. Su paso no era rápido, pero
era firme. Llegamos al puente.
-Hijo, contar historias siempre tiene un precio. Ahora somos familia.
-Me salió sola.
-Claro. Así salen. De pronto te queman la nuca, te saltan de dentro y te piden salir. Y a veces cuando van de camino te das cuenta que lo que viene, duele, y lo empujas muy adentro. Y es peor, porque te van quemando. Tu cuéntalas siempre, aunque sea a un árbol o a un perro. Si tienes miedo de lo que cuentas, escríbelas en el suelo y vete despues. Pero cuentalas.
-Lo intentaré. Muchas gracias.
-Nada. Yo mismo hubiera acabado aplastado en tu cabezota si no te hubiera llamado. ¿O es que crees que no me hubieras visto y hubieras imaginado mil cosas sobre mi?
-Puede.
-Si. Ahora, ¿me devuelves las llaves?
Me reí.
-La próxima vez que venga a Granada traeré unas llaves que darle.
-Perfecto. Y llévate esto.- Se quitó un gastado anillo.- Un día deberías dárselo a un hijo tuyo, para que quiera venir a Granada a buscar a su familia inventada.- Sonreía.-Y no digas que no. A veces hay que poner en el mundo un poco de realidad inventada para facilitarnos el trabajo. Hacerles dudar de donde empieza lo que inventas y donde acaba lo que ven. ¿Contarás
esta conversación?
-Puede.
-¿Y no te inventarás algo?
-Seguro.
-Bien. Y sobre todo, saca todas las historias que guardas ahí dentro.
Me dio un cachete cariñoso y se empezó a ir. Se paró un momento
-Tu abuelo era un buen hombre.
Guiñó el ojo, y se fue riendo. Me dejó esa extraña sensación cuando descubres que el mundo está poblado de vidas desconocidas que desde antes de tu llegar se han ido desplegando, y que a veces por azar se cruzan contigo para nunca más volver a aparecer. Historias simultaneas a la tuya, contradictorias a veces. Pensé que quizás nunca más volvería a ver a ese hombre, y bajé lentamente el Darro viendo a los patos pasear por la orilla, sintiendo la lluvia caer de nuevo sobre mi, a ratos salada.



3 comentarios:

Chiki dijo...

Ay, el gitano. Voy a buscar el mío y, si me dejas, te lo pego por aquí.

Besos
Chiki

Daniel dijo...

Claro :-)

Y si no lo encuentras, siempre nos quedará el carrefour :-DDD

Fontana dijo...

La verdad es que las llaves eran mías, Dani. Tienes que devolvérmelas, aunque te quede un poco lejos.