martes, agosto 14, 2007

Tarjetas y faltas

   Los chicles de menta saben a albero. Aún ocho años después del último partido arbitrado me sorprendió la fuerza con la que al meterme uno en la boca se vino a mi el ritual previo antes de saltar al campo. Las tarjetas al bolsillo. El papel doblado para anotar, el bolígrafo. El silbato enganchado al reloj y el cronómetro a cero. Un vistazo al espejo, si hubiera, para evitar quién sabe qué ridículo imprevisto y por último, un chicle para evitar que la polvareda del campo se aprovechara del tener que correr con la boca semiabierta por tener el silbato listo para marcar una acción.

   Ese chicle, después de ocho años lo tomé dentro de un despacho, para evitar un aliento algo fuerte de una comida con exceso de ajo, pero sería premonitorio. Igual que cuando escuchas en la radio esa canción que tantos recuerdos te trae y al día siguiente te cruzas con la persona que debiera compartir contigo evocación musical, apenas una semana después me llamaba mi amigo Alfonso para invitarme a jugar un partido de fútbol en el campo de su antiguo equipo

-Es una pachanga, pero nos falta uno. Apúntate, anda. Los conoces a casi todos

Y es que durante unos años, varios días por semana compartía entrenamiento con ellos. Al entrenador le encantaba, porque mientras nos seguía en moto mientras nosotros corríamos por las laderas de las afueras iba chillando

-¡vergüenza, vergüenza os tendría que dar que el árbitro corre mas que vosotros!

Y era verdad. Llevaba muchos años corriendo de forma habitual y ahora en el arbitraje aun me lo tomaba más en serio, ya que estar en forma era la diferencia entre pensar con claridad o no hacerlo. Sin contar con la autoridad que daba estar siempre cerca del balón, corriendo igual o más que cualquier futbolista
Pero Alfonso exageraba. Conocía a un par de ellos. Y a su pueblo, nada. Era increíble lo que había cambiado en unos años. Jugamos el partido, en el que pasé sin pena ni gloria pegado al lateral izquierdo. En cualquier caso no debí desentonar demasiado, ya que ganamos tres a uno. Después del partido nos reunimos en el bar para tomar algo, y en algún momento un tipo barrigón me pasó el brazo por encima de los hombros.

-¡Hombre, yo te conozco! ¡Tu eres el árbitro!

Me costó un poco reconocer al antiguo entrenador. Había perdido cualquier semejanza con un deportista, si descartamos los luchadores de sumo. Me puso una cerveza en la mano.

-¿Sigues arbitrando?
-Que va, lo dejé hace años. Ya sabe, el trabajo quita mucho tiempo.
-Claro, claro. ¿Me puedes hacer un favor?
-Si, dime
-¿Pitarías un amistoso aquí dentro de un mes? Necesitamos un árbitro

No debía aceptar. Los amistosos eran siempre una pesadilla, incluso siendo árbitro federado. La autoridad de las tarjetas y las sanciones desaparecía y si encima lo hacía sin ser árbitro en activo, estaría absolutamente desamparado. Mi cara debió hacérselo ver

-¡Es solo una pachanga! Mas o menos como la de hoy, pero queremos hacerlo bien ¿sabes? No puedes decir que no después de tantos años, ¡venga hombre! ¡Con lo bien que lo hacías entonces!

La verdad es que el tiempo que entrené con ellos me vino estupendamente y jamás pidieron nada a cambio. Y me había adulado, todo ellos sin contar que de nuevo ponía una cerveza llena en mis manos. Me escuché decir que lo haría

-¡Estupendo! ¡Nos vienes estupendo! Pues el día 30, el domingo, a las diez de la mañana te esperamos aquí. ¡Que no se te olvide, que es importante!

Al día siguiente casi había olvidado el tema. Lo había olvidado, para que engañarnos, pero Alfonso me llamó por teléfono

-Oye, tu no irás a arbitrar nada ¿verdad?
-¿Arbitrar? ¡Ah si, el amistoso!
-¿Amistoso? Dime que no
-Buff, no pude negarme
-¿Qué no? ¡Estás loco! ¿Sabes dónde te has metido? ¡Que nos jugamos la plaza!
-¿Plaza? ¿Qué plaza?
-Vente a mi casa y te explico ¿puedes?
-Voy ahora mismo
Ya lamentaba haber aceptado y sin saber por qué. En una hora estábamos caminando por su pueblo

-Verás. Esto en los últimos años ha crecido mucho ¿lo notas?
-Si, ya lo creo
-El tema es que creció muy rápido, muy desordenado, porque las casas se vendían como churros. Y no solo aquí, también en el pueblo de al lado. Hace un par de años, de hecho, las casas de uno y otro empezaron a hacerse vecinas y surgió el problema. Los planos estaban mal
-Planos ¿que planos?
-Los de urbanismo. Mira ¿Ves ese terreno?
Entre un grupo de casas color café y otro de color amarillo albero se extendía una franja sin construir llena de malezas del tamaño de un campo de fútbol. Asentí.
-Ese trozo oficialmente no existe. No se sabe porqué. Alguien se Confundió en algún ayuntamiento o ha salido de la nada. El caso es que ahí hay unos miles de metros cuadrados que nadie sabe de quiénes son. Nosotros decimos que nuestro, el otro pueblo que suyo y el gobierno no sabe que decir, así que se hacen los locos. Y ahí entras tu.
-¿Yo?
-Si. Después de muchas peleas entre vecinos, en una reunión especialmente tensa, ya que la anterior había terminado a guantazos, se decidió que nos jugásemos el terreno en un partido de fútbol. Y luego, calcula, estuvimos dos horas discutiendo sobre como elegir el campo para jugar y tres hasta ver quien tiraría la moneda que lo sorteó. La federación cuando se enteró se negó a mandar un árbitro federado. Y te va a tocar dirigirlo
-Mierda
-No lo sabes bien. Y tenemos que ganar ¿eh?
-¿Cómo?
-¡Que yo vivo aquí! Como perdamos por tu culpa me voy a tener que mudar! Por lo pronto me haré el lesionado para no jugar, porque va a ser peor que la guerra

   Así que en esas estaba. Bajo de forma, con un partido que nadie quería perder y sin ninguna autoridad. Quedaba esperar que surgiera alguna excusa para no tener que arbitrar. Pero lógicamente, no llegó. La fecha se acercaba y el mismo día del partido amaneció nublado. Dudé si podría suspenderlo si diluviaba. Preparé la bolsa de deporte con la antigua equipación, que tenía las insignias oficiales quitadas, ya que las pegaba con velcro. Aun así seguía siendo reconocible como de árbitro. Dos horas antes del partido llegué al campo y ya había gente.
Me recibió el alcalde del pueblo, con su colega de al lado.

-Buenos días
-Buenos
-¿Qué tal ha dormido?
Se miraron con fiereza y adiviné que no habían venido los dos juntos por cortesía. No querían dejarme a solas con alguien que pudiera influenciarme ni un segundo.
-Señores, antes de empezar, quiero advertirles. Esto no es competición oficial. Mis decisiones no les traerán sanciones. Pero para arbitrar, necesito autoridad. Entenderán que si los jugadores no obedecen todo lo que yo diga, inmediatamente suspendo el partido
considerando perdedor al equipo desobediente. ¿De acuerdo?
-De acuerdo
-Trato hecho. Mis jugadores son limpios.
-Y los nuestros. Y mejores
   Hubo más cara de odio. Pero al menos tenía sobre el papel cierta autoridad. Salí a inspeccionar el campo y ambos me siguieron. Como no iba a tener jueces de línea, ¿quién iba a ser tan estúpido para acompañarme? me tocó revisar solo las dos porterías, ver que los penaltis estaban a distancia correcta y buscar cualquier cosa rara. Los bordes del campo empezaban a llenarse. Volví al vestuario y al cerrar la puerta quedaron ambos vigilando, o vigilándose quizás. Me cambié la ropa, y me metí las tarjetas al bolsillo. Preparé un trozo de papel doblado para las anotaciones, comprobé el bolígrafo. Enganché el silbato al reloj y puse el cronómetro a cero. Me miré al espejo y me metí un chicle de menta en la boca. Un tremendo sabor a albero me anegó por sugestión. Estaba listo. Era el momento. Cogí el balón, lo boté un par de veces y salí al campo. Apenas lo pisé todos chillaron con fuerza tratando de intimidarme. El campo estaba completamente repleto. Volví a revisar ambas porterías, más de cara al público que por pensar que hubiera cambios en ellas. Llegué al centro del campo y salieron los jugadores. Parecía un partido de primera división. Llovieron papelillos de colores, sonaron sirenas y un griterío tremendo. Me concedí un momento de nervios. En menudo lío me había metido. Saludé a los capitanes, saqué una moneda y realicé el sorteo. El partido iba comenzar. Levanté la mano mirando a un portero, me hizo una seña. Hice lo mismo con el otro, asintió. Encendí el cronómetro y soplé con fuerza el silbato. El balón empezó a rodar. Tocaron un poco en el centro. Retrocedieron el balón a la defensa y despejaron con furia sin ningún sentido. Al llegar al otro área ellos hicieron lo mismo y ante mi asombro durante casi un minuto el balón voló de un área a otra, entre salvajes chillidos del público. Por fin un defensa golpeó fatal y el balón salio fuera de banda. Ya temía que la cosa durase todo el partido. El saque provocó la primera jugada por banda. El extremo intentó avanzar algo, con poca confianza. Le cerraron dos defensas y sin probar regate retrocedió el balón. Fueron dos a por él y uno llegó tarde. Pité la primera falta. Subieron cinco al área y colgaron el balón. Despejó la defensa. Un centrocampista la recogió en la frontal y casi mata dos palomas que pasaban. El partido era espantoso. Quizás los nervios, quizás eran demasiado malos. Pero el no querer perder, el miedo a fallar no les dejaba hacer nada. El publico chillaba y chillaba, jaleando el más remoto atisbo de fútbol, cuando quise darme cuenta habían pasado veinte minutos de nada. Y entonces empezó a complicarse. Cuando se arbitra sin jueces de líneas hay demasiados ángulos muertos. Un balón por el centro y de reojo ves en la banda un jugador caer rodando. Cuando miras lo ves quejarse y a un rival admirar con cara inocente el bonito efecto del banderín de corner ondeando al viento. En la siguiente jugada el asunto se repite, pero con los papeles cambiados. Y antes de darte cuenta los tienes encarados, empujándose frente con frente y un inicio de tangana a tu alrededor. Así que cuando el balón se acercó a ellos un mínimo roce me hizo pitar falta. Empezó uno a protestar

-¡Hombre, si apenas lo rocé!
-No, apenas. Pero antes si que le diste una buena.-El que ha recibido la falta sonríe con suficiencia. Cree haber ganado una tarjeta para el equipo contrario- No se bien quien ha empezado, pero no me importa. Lo próximo que vea más agresivo que un saque de banda entre vosotros, vais a la calle los dos. Y ya tendréis que explicar a vuestro equipo porqué les dejáis con uno menos
-¡Hombre, si yo no he hecho nada!
-Así de injusto es el fútbol

Y se calmaron un poco. Aun así, el fútbol seguía siendo nulo, y empezaba a cansarme del correcalles, de seguir el balón volando de campo a campo, del miedo a perder de los dos equipos. Hubo un par de fueras de juego clamorosos, muchos saques de puerta y ninguna opción de gol. Afortunadamente, llegó el descanso. Pité y tras vigilar que ambos equipos entrasen en sus vestuarios, fui hacia el mío, recibiendo todos los gritos e insultos que podía imaginar, incluso alguno nuevo, desde el público. Una vez dentro cerré el cerrojo y me senté. Solo cuarenta y cinco minutos más, y habría terminado. Pero ¿quién ganaría? ¿Cómo reaccionarían los perdedores? ¿Eso era el mejor fútbol que tenían que ofrecer? Llamaron a la puerta Me acerqué pero no abrí
-¿Si?
-Arbitro ¿un refresco?
-No, gracias.
-¿agua? ¿Quiere algo?
Reconocí las dos voces de los alcaldes, y los imaginé haciendo guardia en mi puerta. Bebería del grifo directamente
-No, muchas gracias a los dos.
Pasaron diez minutos y salí al pasillo. Ahí estaban aun, mirándose fijamente y sin decir palabra.
-¿Pueden avisar a los equipos? Vamos a salir. ¿Ha habido cambios?
-¿Bromea? Si nos costó convencer a once para jugar
-Nosotros lo mismo.
   
   Salimos de nuevo al campo, entre los gritos de ánimo e insultos de la gente. Al llegar al centro empezaron a caer goterones de agua. No tendría la suerte de poder suspender el partido, pensé. Di la señal, y seguimos con el desastre. La lluvia comenzó a formar barro, y el juego se hizo aun más trabado y torpe, si cabía. Una capa de barro empezó a cubrir a todos. En ese momento se produjo el enésimo balonazo largo. El delantero local estaba bien solo en la frontal del área, y justo cuando iba a pitar el fuera de juego clamoroso me di cuenta que un defensa visitante discutía con alguien del público cerca del banderín de corner, haciendo válida la jugada. Los gritos del público advirtieron al defensa, el portero chilló, y el delantero ni se creía estar solo frente a la portería. Avanzó un par de pasos, y sin atreverse a acercarse más, trató de chutar con todas su fuerzas. Dio un fenomenal resbalón y aterrizó de espaldas ante la alegría y el asombro de otros. Hubo quien chilló ‘¡penalti!. El balón quedó rodando mansamente hacia el portero, que salió corriendo para cogerlo, y en su impulso también resbaló, cayendo boca abajo. El defensa logró llegar antes que nadie y mandó a corner, mientras entraban las asistencias. El público se animó tremendamente y redoblaron los cánticos y las palmas. Los jugadores aparte de unos raspones y algún golpe, tenían bastante vergüenza y simulaban grandes dolores. Unos minutos después se sacó el corner, los visitantes chillaron por entender que deberían haberles devuelto el balón, los locales fallaron la ocasión y entre el público comenzaron hoscas hostilidades. Oía los insultos y las amenazas entre ellos. El suelo se hacía más resbaladizo, y ayudaban los ánimos más caldeados a que cada disputa de balón acabara con un cierto número de jugadores rebozados en barro. Tuve que comenzar a pitar muchas faltas, algunas rigurosas, para evitar que la tensión creciera, lo que hizo el juego aun más confuso. Cada falta era sacada con su barrera y su balón a la olla, no importaba que fuese desde el área propia. A menudo el balón ni llegaba a la zona en la que lo esperaban, dado que a la lluvia le acompañaba un viento bastante desagradable. Eso provocaba tremendas melés de jugadores hasta la zona donde el balón esperaba en un charco y ya había olvidado la esperanza de cualquier jugada fluida. Las patadas hacían saltar el barro hasta el público que aguantaba la lluvia con ansia tribal. A los quince minutos tuve que empezar a sacar tarjetas amarillas a unos y otros por el poco cuidado en distinguir entre los tobillos y el pobre balón, amparados en el barro. Eso los calmaba un poco, pero pronto otros compañeros seguían su ejemplo. Los visitantes lograron en un despeje mandar un balón hacia la portería y el portero, visiblemente sorprendido, solo pudo mirar como el larguero repelía la fortuita acción.

-¡Venga, que ya son nuestros!
Chillaron al ver que casi marcaron, y comenzaron los despejes aun con más fuerza. Las piernas me pesaban ya una barbaridad, y el agua y el barro hacía difícil distinguir los colores de las camisetas. Miré el reloj. Quedaban cinco minutos de tortura, y aun cero a cero. Las caras se iban desencajando y un vistazo al banquillo me hizo ver a los alcaldes, ya sin voz, derrumbarse en los asientos, sin querer ver como acababa el partido, temiendo su derrota. Increíblemente ambos equipos se fueron echando atrás, dejando las jugadas aisladas a los dos o tres más jóvenes de cada equipo, que se atrevían a correr en el barrizal. Cuando uno de ellos lograba en balón veía ocho defensores dispuestos a todo y probaban fortuna en el tiro lejano, deseando que les tocase la lotería y la dirección fuese buena. Finalmente llegó el minuto cuarenta y cinco. Imaginé que ni con un partido de ocho horas hubieran marcado, así que no tenía sentido descontar más. Levanté los brazos y pité el final. Los alcaldes corrieron hacia mí, confusos

-¿Y ahora qué? ¿Qué ha pasado?
-Final.
-¿Final? ¿Y qué hacemos? ¡Tiene que ganar uno!
-Ahora los penaltis
-¿penaltis? ¿No hay prorroga?
-¿Media hora más? –Miré a los jugadores, que ya me rodeaban- ¿queréis correr media hora más? Además, mando yo
Quedaron pensando. Sin duda era más honroso perder a los penaltis que con el balón en juego, y el murmullo me hizo llegar la aprobación. Sin correr, el frío hacía castañear levemente mis dientes. Los porteros no parecían muy convencidos.
-A ver, cinco por equipo para lanzar.
Tardaron casi diez minutos en decidirlo, ya que nadie se atrevía. Solo cuando amagué con irme, me pusieron en fila a diez masas de barro. Elegimos una portería que parecía menos encharcada y el primer portero se puso bajo los palos. El público mantuvo un silencio respetuoso. El jugador local besó el balón, escupió el barro que eso le provocó, dio como diez pasos de carrerilla, y con tremenda decisión golpeó. A los tres minutos de búsqueda pedí otro balón, ya que el golpe había ido tan desviado que había sido imposible encontrarlo.
-¡Venga, que podemos! ¡Enchúfalo! ¡Adentro!
Con suficiencia el visitante puso el balón, se retiró un metro y la mandó flojita y rodando con poca fuerza, hasta que los charcos detuvieron el avance a medio metro del portero, que miraba asombrado. El siguiente local la mandó a dos metros del poste derecho, y el visitante le respondió con igual desatino del lado izquierdo. Cuando los diez jugadores fallaron sus penaltis, anuncie que a muerte súbita todos irían lanzando. Era asombroso. El que no la mandaba a las nubes apenas tenía presencia de ánimo para rozarla como un niño y llegamos hasta que solo quedó un disparo por equipo. Los dos porteros. Me miraron como rogando piedad. Señalé la portería. El portero visitante se puso bajo palos. Muchos del público cerraron los ojos o se dieron la vuelta. El portero local también, y con los ojos cerrados lanzó un tremendo zapatazo que dio primero en un poste, luego en el otro, para acabar despejado con algo de fortuna. Todos chillaron de alegría o rabia, y el que acababa de lanzar intercambio su posición con el héroe del momento. Las manos le temblaban, pero conseguía sonreír. En ese balón se decidía algo más que un terreno, un pueblo iba a demostrar su superioridad sobre el otro. Algunos del público se preparaban para saltar al campo, bien para celebrar la victoria, bien para la venganza. En un alarde de sangre fría, tras poner el balón en posición, se señaló los ojos y luego a los del rival, retándolo. Dio dos pasos atrás y un balón perfectamente dirigido, fuerte y al centro, como mandan los canones salió disparado hacia la gloria. Únicamente la frialdad de su gesto retando al rival le perdió. El portero local, paralizado, ni intentó lanzarse en ninguna dirección, y el balón le impactó de lleno en plena cara.
-¡Que paradón! ¡Que tío!
Chillaron desde el público. Mucha gente saltó al campo y algunos estaban ya celebrando quién sabe que. De nuevo los jugadores me rodeaban, los alcaldes me zarandeaban
-¿Ahora que, ahora qué?
-Otra ronda de penaltis
-Todos bajaron la vista. Nadie se atrevía ya. Después de un minuto de silencio, volví a hablar.
-De acuerdo. Ahora tiro yo. El que lo pare, gana.-Me escuché decir. Me miraron asombrados
-¿Cómo?
-Ya estoy harto de esto. Ahora tiro yo, o eso, o me largo
-Yo no me pongo- dijo el portero de la nariz sangrante
-Yo tampoco-dijo el que había perdido la frialdad.
-De acuerdo. Se pondrán los dos alcaldes. Al mismo tiempo. El que lo pare, gana. Es mi última oferta. El que no se atreva, pierde
Atrapados, no se atrevieron a negarse. Se pusieron los dos bajo palos. Se quitaron las corbatas y la chaqueta, y con las camisas blancas pegadas al cuerpo, esperaron ansiosos mi disparo. Coloqué el balón. Golpeé sin demasiada fuerza, al centro. Ambos se tiraron hacia él, con auténtica locura.

   En fin. El caso es que ahora busco un contratista barato, porque realmente, hacerse una casa acorde a los metros de jardín que me quedarán, no es poca cosa. Afortunadamente, como no tengo que pagar impuestos a ningún ayuntamiento, me ahorro un buen pellizco. Y cuando termine, tendré una mansión digna de un futbolista, de uno caro, de un crack de primera división.


Con todo el cariño y admiración al 'crack' Fontana,  
tremendo matador del área al que jamás pude pitar un penal










3 comentarios:

Fontana dijo...

¡Muchas gracias, Dani!
Recuerdo haber estado en partidos bastante parecidos.

Chiki dijo...

reconócelo, ehcas de menos el traje negro y el silbato :-)

y de paso, yo te echaba de menos a ti

Chiki dijo...

Vaya, así es que este invierno se lleva el negro.

Besos
Chiki